Sociedad

El sueño de los barcos hundidos

Los fondos del Mar Rojo están plagados de buques mercantes hundidos en sus peligrosos arrecifes. Hoy son reclamo para buceadores de todo el mundo

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El tajamar del Carnatic asoma de pronto entre el azul intenso del bajo de Sha'b Abu Nuhas, un arrecife de coral frente a la península del Sinaí, en el Mar Rojo. La vista es hermosa. Asoman las recias cuadernas y la voluminosa chimenea aparece tumbada sobre la banda de babor. Millares de hermosos peces pastan entre las planchas de acero carcomidas por el tiempo. Un pez loro, de color verde lima, defeca y deja tras de sí un reguero blanco: es la arena que luego dará lugar a las playas coralinas de las postales.

Aquí abajo, a 20 metros de profundidad, aún se aprecian las finas líneas de agua del Carnatic, hundido en 1869 cuando se dirigía a Bombay con 34 pasajeros, 174 marineros y una carga de balas de algodón, láminas de cobre, correo y 40.000 libras con destino a la Casa de la Moneda de la India. Era septiembre de 1869 y faltaban unos meses para que Ferdinand de Lesseps concluyera el canal de Suez. Los mercantes debían descargar aún sus mercancías en Alejandría, desde donde eran transportadas en caravanas hasta Suez, evitando así los riesgos de doblar el cabo de Buena Esperanza. El capitán Jones sabía los peligros de la ruta y quiso conjurarlos con una guardia constante. No abandonó el puente en días, trasegando tazas y tazas de café cargado para evitar que el sueño le venciera. Habían zarpado el día 12 y navegaban a 11 nudos cuando el vigía avistó la luz de Ashrafi, a un puñado de millas por la proa. Jones bajó a descansar y, a medianoche, el segundo se hizo cargo del buque. El Carnatic navegaba por un área plagada de bajíos, pequeñas islas y arrecifes. La noche era clara. Dieciséis minutos después de la una de la madrugada, los serviolas gritaron. «¿Rompientes a estribor!». Peligro. El capitán ordenó virar y puso las máquinas todo atrás. Fue inútil. El barco embarrancó. Jones ordenó aligerar el buque, puso las bombas de achique a plena potencia y arrojó cientos de balas de algodón por la borda. Todos trataron de mantener la calma: se sirvieron comidas mientras los marineros atisbaban el horizonte en busca del Sumatra, otro barco de la P&O que regresaba a Suez y podría prestarles ayuda.

Algunos pasajeros pidieron permiso para embarcar en los botes y ganar la cercana isla Shadwan. El capitán se negó. Los viajeros cedieron y se vistieron para una cena suntuosa, con lo mejor que había en la despensa. Para algunos habría de ser la última. El día 14, el agua que se colaba por las vías de agua anegó las calderas. Jones confiaba ciegamente en la llegada de auxilio. Pero la mar empezó a empeorar. Por fin, dando el barco por perdido, el capitán ordenó arriar los botes. Las mujeres y los niños embarcaron primero. Pero cuando sólo habían ocupado su puesto cuatro personas en las lanchas, el Carnatic, se partió en dos. Su casco había pasado 34 horas sobre el irregular lecho de coral. Con el fondo roto, la popa se hundió vertiginosamente en el agua y atrapó a 5 pasajeros y a 26 marineros. La gente cayó al mar. Todos comenzaron a luchar por sus vidas en medio de un caos de cabos, mástiles y velas. Muchos hombres dieron lo mejor de sí para salvar a otros. Los supervivientes se reunieron en un lugar de aguas someras y trataron de recuperar todo lo que la mar les arrojaba. El refugio de la isla Shadwan estaba a tres millas de distancia y había que rodear el arrecife. Para hacer más corto el trayecto, decidieron cargar con los siete botes a hombros. En la isla, las balas de paja dejadas en la playa por la marea les proporcionaron una forma rudimentaria para entrar en calor. Encendieron una hoguera. Días después, el Sumatra recogió a los supervivientes. Buena parte de la carga, hundida a unos 27 metros de profundidad, fue rescatada.

El Carnatic era, y es, un barco imponente, poderoso: 89,8 metros de eslora y 11,6 de manga propulsados a vela y con una máquina de cuatro cilindros que le proporcionaba unos estimables 2.442 caballos de vapor. Hoy es un lugar para imaginar las vidas de aquellos hombres que lucharon durante días a brazo partido para evitar el naufragio. «Cuando buceas en esos barcos -recuerda Joseba Alberdi, con centenares de inmersiones en la zona- mi cabeza vuela a otro tiempo. Pienso en cómo vivirían a bordo, qué manos manejaban las llaves de paso o los pucheros que han quedado intactos en la cocina». Abajo, los buques parece que navegaran todavía, surcando un medio húmedo y pesado, la materia de que están hechos los sueños. «Es como si se hubieran quedado perdidos en el tiempo», apunta Alberdi.

Dentro del 'Thistlegorm'

Miles de buceadores de todo el mundo ponen sus ojos en este rincón privilegiado del planeta. Sólo el pasado año, 1.900 buzos españoles bajaron a visitar el Thistlegorm, uno de los mejores pecios del mundo. Si uno se asoma a su proa y se apoya en ella, puede sentir la ilusión de que navega por el océano. En estribor, sobre el fondo de arena asoma la inconfundible figura de una locomotora de vapor Stanier 8F, parte del cargamento que transportaba el mercante cuando, en la madrugada del 6 de octubre de 1941, fue atacado por dos bombarderos Heinkel He 111 que habían despegado de su base en Creta. De noche, a la luz de los focos, la inmersión es uno de esos momentos que son capaces de delimitar una vida, que balizan la existencia con un antes y un después. Penetrar por un estrecho pasadizo para acceder a las bodegas donde duermen los viejos camiones Bedford, Morris y Ford es como introducirse en un túnel del tiempo. Se divisa el mate metal de los obuses entre las algas, las culatas de las carabinas 303 Enfield, las vetustas motocicletas Norton 16 H y BSA W-M20, cajas de medicamentos, miles de balas, neumáticos y enormes botas de caucho para calzar a la Europa en guerra. Cerca de la sala de máquinas, los buceadores pueden tomar entre sus manos un pequeño recuerdo: fragmentos del carbón que servía para alimentar las calderas. Y, entre los peces que, curiosos, observan a los buzos, asoma la imponente figura de una morena, enorme, dorada, despierta...

La vida. Plena. Entre las planchas oxidadas y el velo del tiempo. Como en el Rosalie Moller, un pecio plagado de bancos de centelleantes peces cristal, surcado por los agresivos cirujanos que defienden su territorio con el estilete de su lomo, custodiado por los peces payaso, rayados y valientes. Todo es ahora vida donde antes sólo hubo horror.