Tierra quemada
Actualizado: GuardarLos chistes a costa de los políticos han existido siempre. Ya nos recuerda el maestro Eslava Galán en su apasionante (y aterradora) Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie el acojone del caricato Romper cuando, en la mitad republicana, se le achacaban chascarrillos a favor del bando nacional, y en las décadas que siguieron a ese horror del que todos fueron culpables no tardaron en propagarse chistecitos a media voz a costa de Franco (dicen que a él le encantaba oírlos, pero permítanme ustedes que no me lo crea). También en Cádiz hicimos retruécanos de dudosa elegancia sobre algún alcalde del Movimiento y, ya en democracia, rivalizaron los chistes de la supuesta estulticia de los habitantes de Lepe con la del ministro Morán (chascarrillos que acabarán reciclándose a Moratinos, tiempo al tiempo). Continuamente nos llegan a todos por el correo electrónico pesadas (por lo insistentes y por lo que tardan en cargar) presentaciones en PowerPoint donde se pone de chupa de dómine a Zapatero, George W. Bush y sus palmeros, los catalanes, los vascos, Mariano Rajoy, las infantas y sus duques o quien caiga por delante.
Pero los chistes son eso: chistes, bromas más o menos graciosas que usted y yo podemos hacer mientras nos tomamos el cafelito de media mañana y tratamos de averiguar, entre la nube de humo, si nuestro interlocutor se ríe o no. Ingeniosas ingenuidades que nadie se toma en serio y que se olvidan al momento (chiste es, por definición, aquello que sólo recuerdas cuando vuelven a contártelo). Usted puede ser capaz de sonreírse con las barbaridades escatológicas de un chiste sobre homosexuales, negros o rubias de bote sin tener por ello que ser ni homófobo, ni xenófobo ni machista. Un chiste es un paréntesis, una suspensión pícara de lo establecido en el oasis de lo políticamente correcto.
Quien no debe hacer chistes de ese calibre, en público, es un señor que representa, desde los más altos cargos de nuestra sociedad democrática, a todos los españoles y no sólo a quienes le han votado o le quedan más cerca en la geografía. Ya habrán ustedes leído por ahí el comentario envenenado sobre los trenes de cercanías y la supuesta toma del Congreso y su rectificación posterior. Pero, para una vez que el señor Acebes está en su sitio (y don Ángel no se caracteriza precisamente ni por su verbo florido ni por su elegancia británica en esto de la política) y obliga a la disculpa (porque por encima de todo está el respeto a la memoria de las víctimas), de inmediato sale otro senador que defiende a machacamartillo las palabras de su ilustre colega. Lo de menos es que luego se puedan hacer otros comentarios más o menos satíricos sobre la fijación edípica que ese otro senador canario pudiese tener con respecto a José María Aznar, dado su sorprendente parecido físico, sino que se pretenda hacer colar una gracieta como verdad universal, y encima tratando de razonarla como si se tratara de un asunto serio. Sostenella y no enmendalla, que decían nuestros abuelos.
Uno tiene cada vez más claro que nuestra clase política en general no está a la altura de lo que espera de ella el pueblo llano (que esos sí que somos todos). Si preocupante es un gobierno que tropieza, se equivoca y renquea, tanto más preocupante es una oposición que se cierra en banda a cualquier intento de encuentro dialéctico y prefiere la descalificación y el argumento del chiste y la ridiculización. Para eso, sencillamente, no elegimos a nuestros políticos. Eso, simplemente, nos hace temer que tampoco vaya a haber seriedad y ecuanimidad en nuestro futuro.
Tarde o temprano, el Partido Popular volverá al poder, y entonces (visto que las mayorías absolutas parecen estar muy lejos hoy por hoy de las expectativas de los dos grandes) tendrá que tender la mano y ponerse a negociar con aquellos que antes fueron también sus socios (un hecho que todos, convenientemente, parecen haber olvidado), pasar página y, por el bien de todos, esperemos que no se dedique a empeñarse en demostrar que hubo diez millones de mochilas conchabadas aquel jueves aciago.
Sólo cuando te importa muy poco el precio a pagar en tu propio bando, en el bando contrario, y en quienes están en medio puede aplicarse la irresponsable estrategia de tierra quemada. Atila lo descubrió, para su desgracia, cuando un tal Aecio lo detuvo en los Campos Cataláunicos.