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Editorial

Acuerdo global

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Tras dos años de agotadoras peripecias, la negociación del Estatuto había llegado a una fase que desgastaba gravemente al Gobierno. Faltaba apenas el detonante que permitiera a CiU escenificar su adhesión y obtener cierta rentabilidad de su apoyo, que a corto plazo no le producirá réditos significativos pero que capitalizará en el futuro. De ahí que el presidente Rodríguez Zapatero, quien facilitó que un proyecto de máximos saliera aprobado del Parlament cuando parecía haber quedado atrancado en Barcelona decidiera ofrecer a los dirigentes de CiU, Mas y Duran, el mérito de consumar, antes que Esquerra, el acuerdo global que ya garantiza, también matemáticamente, el futuro del Estatuto de Cataluña. Lógicamente, este gesto condescendiente tenía que irritar a ERC, como efectivamente ha ocurrido, pero tal estrategia servía para garantizar el gran pacto transversal en Cataluña, el apoyo de las dos grandes fuerzas que se turnan al frente de la Generalitat. A fin de cuentas, era evidente que la gran fuerza nacionalista fundada por Jordi Pujol que ha sido referencia de centralidad durante las dos décadas de desarrollo autonómico catalán no podía frustrar el acuerdo con su intransigencia. De cualquier modo, y para complacer a CiU, el Gobierno ha reconocido -ya se verá con que efectos colaterales en las inversiones en otras comunidades- la «deuda histórica» de Cataluña en infraestructuras, y ha asegurado su disposición a restañarla en siete años.

No se han divulgado aún los pormenores del pacto, que seguramente no está completamente cerrado todavía en los detalles, pero ya se conoce, a falta de una comprobación minuciosa cuando se publique el documento, que el Gobierno ha tratado de mantener la constitucionalidad de lo acordado. Tiempo habrá de examinar los términos concretos del proyecto, que es todavía negociable durante la tramitación parlamentaria que le aguarda, pero sobre el papel parecen haberse salvado los principales escollos que lo amenazaban. En lo referente al término nación, puesto que en el debate político se estaba asimilando «nación» con «soberanía» y a la vista de que un sector relevante de la opinión pública era partidario de no contaminar el artículo 2 de la Carta Magna con otras interpretaciones, el Gobierno no tenía más remedio que hacer lo que ha hecho: mencionar descriptivamente el concepto en el preámbulo para dejar constancia simplemente de un sentimiento de pertenencia. En el articulado se mantendrá el término nacionalidad.

En lo relativo a la financiación, se cumplen los designios de Solbes y Cataluña se mantendrá en el marco de las autonomías de régimen general, por lo que se beneficiará como todas las demás comunidades de una cesta de impuestos más amplia, que lógicamente ha de concretarse multilateralmente, y en la que no figurará el impuesto de Sociedades, cuya titularidad seguirá correspondiendo al Estado en aras de la unidad de mercado; en dos años podría haber en Cataluña una única Agencia Tributaria, que serìa generalizable a las restantes comunidades del Estado.

Una vez conseguido este trabajoso acuerdo, llega el momento de hacer pedagogía y de cerrar heridas. Es claro que el proyecto ya consensuado contiene elementos de profundización autonómica que habrán de ser ponderados y probablemente adoptados por las restantes comunidades, en pro de la armonía y el equilibrio de un evolucionado Estado autonómico.

Y una vez conseguido en Cataluña un texto acordado que disfruta de gran apoyo y que intenta conseguir no superar los límites de la Constitución vigente, el Gobierno de Zapatero no puede dejar de realizar un esfuerzo similar al que ha hecho con los nacionalistas para evitar la marginación del Partido Popular que representa una parte muy sustancial de la opinión española. Zapatero en su discurso ante el Comité Federal reiteró la invitación al principal partido de la oposición a participar en el consenso final pero para pasar de las palabras a los hechos es preciso un deshielo entre las dos grandes fuerzas políticas y la recuperación de canales de comunicación ahora atascados por culpa de ambos.

No será sencilla tal aproximación después de tanta hostilidad pero debería conseguirse en cualquier caso. Si el Estatuto catalán sale adelante, será la pauta de la reforma territorial en ciernes, del rediseño y la actualización del régimen autonómico, y es manifiesto que esta mudanza requiere, por obvias razones de lealtad democrática con el espíritu constitucional, el amplio consenso de los grandes partidos que se turnan al frente del Estado.