De cara al Doce
Actualizado:Las frases, como tantas otras cosas, nacen o no asociadas a la fortuna. Y la frase «de cara al 92», hizo fortuna en la Andalucía de finales de los ochenta hasta el punto de que la reiteración de su uso la convirtió en tópico. Albergaba un poco de todo: sueños urbanos, efemérides culturales, ocasión para el negocio de réditos inmediato, elíxir capaz de resucitar a la nunca extinguida picaresca y todo ello, no lo olvidemos, al amparo de la conmemoración de un hecho histórico: la gran aventura que supuso el hallazgo de las Américas, ese gigantesco continente anclado al otro lado del océano que casi nos hicieron creer que estaba allí tan solo esperando a que lo descubriésemos. No era, en todo caso, un hecho singular ni solo asimilable a la coyuntura de una región como la andaluza que, en esos años, alentaba la esperanza de que ese 1992 fuese como un señuelo, como el momento en que se nos dieran algunas de las cosas, -infraestructuras, recursos, prestigio, proyección internacional-, que por tanto tiempo se nos habían negado. No sólo Sevilla, pero especialmente Sevilla, fue ya distinta desde entonces. Como lo había sido después de albergar la Exposición Iberoamericana de 1929.
Cuanto refiero, -a propósito de sucesos cercanos en el tiempo y en el espacio-, no es sino el afloramiento de un gran debate, largamente presente entre los responsables de la gobernación de los Estados y de las ciudades. Y este no es otro que la controversia entre la validez de un modelo de gestión que tiende a buscar desarrollos urbanos estructurales, sostenidos a lo largo del tiempo, con objetivos claros, al margen de estos hechos singulares, o por el contrario, el que insiste en la búsqueda de la ocasión para que, -por la razón que sea-, una ciudad concreta sea la sede de un importante evento de rango estatal y proyección internacional, al socaire del cual, lleguen las obras esperadas, se aceleren los proyectos, se multipliquen las inversiones, en suma, se dé un salto capaz de hacer avanzar a las ciudades y de dotarlas de una inercia que les permita luego vivir durante un periodo más o menos largo. El debate se ha hecho especialmente pujante a partir del momento en que las primeras grandes Muestras Internacionales o Mundiales dejaron de ser lo que eran y perdieron en gran parte su esencia y hasta su justificación, que no era otra que ser medios de ofrecer al mundo los sucesivos avances económicos, tecnológicos, científicos, etc., con los que se iba construyendo esto que llamamos tiempo contemporáneo. Así fueron, por ejemplo, la de 1847, en Birmingham, dedicadas a las manufacturas, o la de 1 en L, titulada como «G de los Trabajos de la Industria de Todas las Naciones» o las grandes Muestras de la Industria Naval en Nueva York y en El Havre, o en fin, las diversas grandes Expos de París, de las cuales nos quedó para siempre ese hermoso símbolo de la modernidad que era entonces, -finalizando el siglo XIX-, y sigue siendo ahora la Torre Eiffel. Y pese a eso, nunca como ahora se acumulan en el BIE (Oficina Internacional de Exposiciones) las peticiones de ciudades, apoyadas en las razones más dispares y desde todos los confines, para albergar hechos de esta naturaleza.
Los dos términos de este conflicto son, sin embargo, compatibles y, de hecho, ninguna ciudad podrá encarar razonablemente su futuro sin gozar de los ambos requisitos antes señalados. Es bueno y conveniente para la gobernación municipal la planificación a medio plazo y ser tenaces en su seguimiento, pero es innegable que un empujón propiciado por alguna efemérides no solo no entorpece, sino que puede hacer más valiosa la otra tarea. Y tal es la situación en la que Cádiz puede estar adentrándose en estos decisivos años que habrán de llevarnos al segundo centenario de la Constitución de 1812. De ahí la importancia de valorar en su justa medida la ocasión y de ahí también la necesidad de insistir en el ya iniciado debate social, ciudadano, un debate abierto, que apueste por la «gobernanza» y huya del dirigismo intelectual o político, que genere la convicción de aspirar a lo que sea posible, de concretar propuestas factibles, alejadas de las utopías que solo generen decepción de las que, por desgracia, nunca estuvo ajena la historia de nuestra ciudad. Desde el único aval de mi propia experiencia y de mi amor por Cádiz me atrevo a comentar, al menos, tres de los muchos que debieran ser logros que nos deje el 2012. Por ejemplo, el segundo puente tiene que ser entonces una realidad y hacia ello debiéramos dirigir todos los empujes de todos, al margen de colores u opciones. Cádiz no podrá aspirar a experimentar las grandes operaciones urbanísticas que supusieron la Expo sevillana o el reciente Forum barcelonés por razones obvias, pero en el puente nos va a resolver la movilidad y a ella se une hoy de forma esencial nuestro futuro. Por otro lado, proyectaría esfuerzos inversores para que el caso histórico se mostrara al mundo con todos sus inmensos valores patrimoniales y estéticos, -trabajaría ya para su declaración por UNESCO como Patrimonio de la Humanidad-, pero no olvidaría el legítimo derecho de los barrios populares a que el 2012 le traiga su cuota parte de bienestar. Y finalmente, uniría a Cádiz, con más fuerza si cabe, al concepto de libertad que aquí se gestó hace doscientos años y le añadiría ahora el valor de la tolerancia, que sigue siendo tan precisa como entonces y sin la cual aquella no es más que una palabra.