LA COLUMNA

Un fraude llamado tabaco barato

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Hace años, un alto responsable de la entonces empresa pública Tabacalera, hoy privatizada con el nombre de Altadis se atrevió a confesar que los principales fabricantes de cigarrillos y puros de todo el mundo estaban empezando a comercializar con éxito en los países subdesarrollados un nuevo tipo de labores baratas. El secreto de su bajo precio estaba en que se elaboraban con los recortes, hebras de desecho, restos de picadura, polvo y estacas de las hojas de tabaco que empleaban en las labores más selectas. A todo ello se le añadían algunas resinas, se formaba una pasta y se laminaba en forma de hojas de tabaco, con sus nervaduras, limbos y peciolos tan perfectamente simulados que sólo con una potente lupa podían diferenciarse de las naturales. Con ellas se hacían cigarrillos y capas para puros de ínfima calidad. Ese es el tabaco que está fumando ahora la juventud de medio mundo.

A principios de 2004, sólo cuatro de cada cien cajetillas que se exhibían en los estancos, el 9% del total, correspondían a marcas baratas de menos de 1,5 euros. Hoy son 103 de las 348 marcas que hay en el mercado, casi el 30%. Es la reacción de los fabricantes para captar nuevos clientes de bajo poder adquisitivo y fidelizar a los veteranos. Quieren compensar así la subida de precios que las labores tradicionales han experimentado como consecuencia del aumento de impuestos que han aplicado muchos gobiernos como complemento a las medidas sanitarias para erradicar el hábito de fumar.

El Gobierno aprobó ayer un decreto ley que eleva en un punto, hasta el 55,95 el tributo ad valorem y dos euros más, en total 6,20 el impuesto específico por cada 1.000 cigarrillos. La decisión de trasladar el aumento de la fiscalidad a los precios de venta al público corresponde a los fabricantes. Pero el problema de fondo es si eso que venden se puede llamar tabaco o es un sucedáneo al que habría que perseguir legalmente como producto adulterado o fraudulento.