Tribuna

Viento de Levante II

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«De toda la memoria, sólo vale

el don preclaro de evocar los sueños»

A. Machado



Circulaban lentos y soñolientos los tranvías, más amarillos que nunca, quizás enfermos de una tiricia especial, y el levante, seguía y seguía picoteando, barrenando la cara inexpresiva de Moret, los grandes y lacios bigotes de Castelar, que continuaba impertérrito en su pedestal. Silos Moreno miraba con paciencia y bondad aquel paso inesperado de las bocanadas que procedían del Campo del Sur, mientras en el Parque, la breve imagen de Celestino Mutis dejaba vagar una sonrisa triste y melancólica, en tanto se oía la corneta que tocaba a formar en el cuartel de Artillería.

El Parque era una pura soledad, huérfano de niños, que ese día no iban a echarle migas de pan a los patos, ni a ver, asombrados, el abierto y policromado abanico de los pavos reales. Ningún estudiante se atrevía a salir de la cercana facultad, ni ninguno de nosotros, si algún profesor había faltado a clase, éramos capaces de llegarnos hasta allí, atravesando la ventolera de la Plaza de España, Fermín Salvochea y la Alameda.

Acaso era posible ver por allí un fotógrafo ambulante, con su viejo armatoste al hombro, su babi caqui y gorrita, buscando ganarse el pan del día, invitando a niños que no había, a que mirasen aquella máquina de donde iba a salir un pajarito, después que él metiese su cabeza en una especie de manga que llevaba la máquina y le entregase una foto al minuto. Una foto, donde uno no se reconocía, con sombras viejas y deformes, o con una imagen cursi y anticuada, igual que las que llevaba adheridas a la caja. Fotos deliciosamente ingenuas del recluta que acababa de llegar, o de una joven sirvienta endomingada, hechas para enviarlas al pueblo.

La angostura de aquellas calles estrechas de los barrios, el hacinamiento de las viviendas, y la pobreza, que con el viento se hacía más deprimente, acentuaban la irritabilidad allá donde las condiciones de vida eran ínfimas y se agudizaban y afilaban los nervios, que vibraban tensos, como las cuerdas de una guitarra. La boca se quedaba seca, y por más que chasqueabas la lengua, no sentías el paladar.

Las mujeres discutían, y en las casas de vecinos se peleaban a gritos que no salían, quebrada la voz por el esfuerzo, mientras los hijos pequeños brincaban y las madres, dominadas por la ira, injustas e inoportunas, le daban un revés o le amenazaban con un soplamocos para que se callasen, que daba lugar a que el niño llorase más y más. Era un espectáculo y en muchas ocasiones el periódico recogía la noticia, cuando había gresca, en una sección que titulaba ocurrencias locales.

Cádiz, entonces, se recogía sobre sí misma, se hacía más íntima y recoleta y parecía como si una mano invisible cerrase la Puerta de Tierra, para que nadie entrase ni saliese de la ciudad.

Si ibas a la playa, que era una aventura que sólo se atrevían a a emprender los más amantes del sol y del mar, se te hacía más larga la espera, cuando te montabas en el tranvía, que circulaba por una sola vía a la altura de las murallas. Y para poder pasar tenías que aguardar que en lo alto del torreón de la Puerta apareciese y quitasen una banderita roja o una luz en la noche, que te indicaba el paso franco. Y en la playa, allí estaba el señor levante, dueño absoluto de todos sus confines, tirano del mar y de la arena, que te mandaba a ramalazos. Venían desde Cortadura, finos como látigos acerados, como cuchillos, como alambres, que te fustigaban las piernas, mientras la arena te atravesaba y quemaba los labios, dejándote un gusto acre y pegajoso, arena, que sin quererlo masticabas con tus dientes, que resbalaban y chirriaban, unos contra otros. Las orejas, las fosas nasales se te llenaban de arena y los párpados pesaban, cargados de una extraña y sorprendente carga.

Mirabas hacia el Hotel Playa y veías la arena bramando, como nubes de fuego, que venían de un volcán que no sabías donde estaba y que nunca se apagaba. Si te volvías hacia Cortadura, te sentías atacado, como si fuera un enjambre de invisibles alacranes, como si avispas sueltas te mordiesen y quisieran arrancarte la carne. Eran como oleadas sin descanso, de ortigas enloquecidas que se te clavasen en el cuerpo; pequeñitas agujas, que te perforaban los sentidos y te dejaban alelado, desasosegado, con una galvana que te arrebataba el ánimo y la voluntad. Y en Cortadura estaba el cañon Astrón -supongo sería Amstrong- y el Bocanegra, que los niños creíamos más potentes del mundo; y yo recuerdo que sólo los gaditanos eran las pocas personas que esos días iban a la playa, porque los veraneantes se encerraban en sus habitaciones, y, andaluces o extremeños, al fin, exageraban y te decían que aquello no se podía aguantar.

La playa estaba irremediablemente solitaria. Pequeños grupos de niños contemplaban asustados como sus cubos los arrastraba el viento y los gorritos de marineo americano que cubrían sus cabezas desaparecían por los aires, junto con las sombrillas, y con unas envejecidas garitas que entonces se alquilaban Y se veía a los bañeros, con trajes semejantes a la fotografía del hombre, pegada a las botellas de la emulsión de Scott, -una repugnante medicina que nos daban- que aquellos días no tenían clientela. Como tampoco la tenían un vendedor -el Francés- de papas fritas, que, con sus hijos, portaban unos enormes canastos, que se bamboleban y a los que casi arrastraba la fuerza del levante.

Y en un momento, cuando nadie se lo esperaba, alguien con una sensibilidad a flor de piel, como si tuviese en su interior un extraño radar, entonces desconocido, daba un grito de alegría: ¿Ya saltó el Poniente! Y a poco, un aire fresco, salado, con olor a mar profunda, que traía la imagen de algas, corales y sargazos nunca vistos, penetraba en la ciudad, que se transformaba enseguida.

Se iba el viento moruno y triunfaba una vez más, ancha y rotunda, la mar océana, aitana mar, que mecía las murallas.