Editorial

Tibia reforma fiscal

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El esperado informe para un proyecto de ley que modifique el actual régimen de IRPF de 1999 está ya sobre la mesa del Consejo de Ministros y aunque el borrador incorpora bastantes novedades y mejoras significativas, entre las que destacan la reducción de los tramos y el aumento del mínimo exento, el resultado global está lejos de las necesidades de la economía española. De aplicarse en 2008 el proyecto presentado, las deducciones en las rentas más bajas y las consideraciones de la situación familiar favorecerían las rentas del trabajo, desaparecería el impacto diferente que la fiscalidad tenía sobre los diferentes productos del ahorro al gravarse todos los productos del ahorro al mismo tipo, bajaría el tipo máximo de las personas físicas en un punto porcentual, se discriminaría a favor del rescate gradual de fondos de pensiones para que éstos no se usasen como un instrumento de simple ahorro, se favorecerían los seguros de dependencia y se bajaría en cinco puntos el tipo de sociedades. Aun así, el documento presentado adolece de falta de audacia, especialmente por no haber unificado los tipos impositivos. Aunque dados los pactos y promesas del Gabinete, esto era lo esperable.

Los responsables económicos del Gobierno han estado lanzando globos sonda, midiendo sus fuerzas y finalmente han decidido no alterar sustancialmente la situación, porque la doble amenaza de merma de ingresos que supone el Estatuto catalán y el acoso político para el incremento del gasto no aconsejaban otra propuesta. Es cierto, como dijo Benjamín Franklin, que las dos únicas cosas seguras en la vida son la muerte y los impuestos. Pero de la misma manera que la medicina ha ido ganándole terreno a la primera, el progreso económico debía reducir lo más posible los segundos. Fue un Gobierno socialista el que hace casi dos décadas empezó la rebaja de los tipos máximos, y puesto que «es progresista bajar impuestos», esa tendencia se debería continuar ahora. La pérdida de libertad económica de España -seis puestos en dos años- encuentra una de sus causas en la alta presión fiscal y el excesivo gasto público; y las veleidades económicas de las comunidades autónomas no son precisamente una ayuda para frenar las necesidades fiscales promovidas por el gasto público. El rápido incremento de éste, además, alimenta la inflación. Y esto no sólo pone en desventaja a los exportadores españoles, sino que redistribuye el ingreso -especialmente a favor del Estado- y aumenta de manera disfrazada el nivel impositivo. Aunque la opinión pública hubiese renunciado ya a la reforma profunda del programa electoral socialista, era de esperar una rebaja general más amplia que viniese acompañada, además, de una reducción del gasto y un programa de reformas para atajar la inflación. Como en casi todos los problemas económicos españoles, en éste también son las ataduras políticas las que impiden tomar las decisiones más coherentes.