Tribuna

Las ocas de Lorenz

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Al médico y zoólogo austriaco Konrad Lorenz se le considera el padre de la Etología, ciencia que estudia la conducta y el comportamiento. Sus trabajos sobre «los patrones de acción fijos» demuestran empíricamente que una nidada de ocas, a las que se les ha escamoteado la presencia de su madre en el momento de salir del cascarón, siguen al primer objeto que vean moverse cerca de ellas, adoptándolo como progenitor con gran candidez gregaria, condicionadas por una «pauta innata» conocida como «impronta». Lorenz probó que las ocas, nacidas en su jardín, seguían incautas a una caja de zapatos que él, camuflado tras un seto de boj, arrastraba con una cuerda desde una actitud artesana de la investigación.

Las conductas y comportamientos de estas ocas vienesas explican que los romanos las amaestraran para que ejercieran de aguerridas guardianas de sus campamentos en la Galia, así como también explica que las «pautas innatas» en otros animales los acomode a la doma, siguiendo dictados de la memoria natural de las especies. El ser humano, aún siendo innato en él el sentido trascendente de la rebeldía, gracias al intransferible atributo de la libertad individual, no queda exento del magnético peso de esas «pautas innatas».

Esta teoría carga de pesada responsabilidad a todo aquel que pueda inducir a una cría a comportarse como él, a seguirle, suplantando a su genuino progenitor, como también a los auténticos progenitores, pues la prole tenderá a emularlos desde los más pequeños gestos hasta los de mayor entidad y calado. Aquello que hoy vemos hacer a nuestros hijos y que les reprobamos puede ser fruto de la traza que les hemos marcado, muy posiblemente de forma involuntaria, pero que en todo caso debe hacernos recapacitar con madurez y conciencia autocrítica.

Vivimos en pleno azote de la paidocracia, «la tiranía del niño», sin que el propio niño quede exento de la ácida carga de ser verdugo y víctima, y de esta forma devenimos desde la tosquedad del mercantilismo, obligando a que nuestros hijos también pongan precio a sus intimidades y honras, inducidos por la pauta innata y el seguimiento de la pista de la caja de cartón de Lorenz. Si un padre no sabe utilizar un urinario público su hijo se orinará en las macetas del vecindario, creyendo, para colmo, que ese es un gesto soberano. La, en mi opinión, mal llamada «violencia de género» es fruto de una dolencia siquiátrica colectiva producida por la desculturización de la familia y por la intoxicación ambiental, inculcada desde la caverna, que cataloga a la mujer como inferior al hombre.

Las muy pocas ciudades que como Cádiz poseen un patrimonio cultural sosegado y ubérrimo y que además atesoran la enjundia de una gran prosapia histórica ilustre e ilustrada, deben dar testimonio de la importancia que tiene el ejercer de mascarón de proa marcando a fuego las improntas que permitan retomar la senda perdida del concilio y la armonía, dentro de la familia, de las escuelas, de los gobiernos; de las sociedades y pueblos.

En Croacia, en Zadar, he visto al gentío aplaudir entre vítores a un bombardero que en vuelo rasante nos saludaba atravesando el foro romano, tras despanzurrar la vivienda de un convecino serbio. Esa inquina se ha mamado, se ha heredado. Como la fobia de las clases políticas hacia otras clases políticas, como el tácito menosprecio a las mujeres. Como la cretinez de los nacionalismos, provincianismos, localismos, clasismos y otros ismos castrantes. ¿Cómo puede, así y por ello, propender la portentosa Bahía de Cádiz al desarrollo sustentable, con todos sus municipios enfrentados y encrespados? Con ese encono crítico, con esa envidia estulta. Con esa inmadura cerrazón.

No permitamos que nuestros hijos y herederos caminen como pazguatos tras las equívocas cajas de Lorenz que nos sustituyen y escamotean la responsable obligación de inculcarles el integral respeto a los demás y a sus pertenencias. Hay que tomar conciencia y dar testimonio.