El arte de envejecer
Actualizado: GuardarComo todos sabemos, los hombres y las mujeres envejecemos de una forma diferente a como lo hacen, por ejemplo, los caballos o las palmeras y, sobre todo, de una manera distinta de como se apaga una vela o se estropea una mesa. Si evitamos las actitudes extremas de aquellos que se lamentan amargamente porque están convencidos de que la vejez es una época sombría y penosa, y si tampoco caemos en la postura de los que, desde una óptica igualmente simplista, predican que la vejez es un paraíso cómodo y placentero, hemos de aceptar al menos que el envejecimiento no es un proceso idéntico para todos los mortales sino que cada individuo lo afronta adoptando actitudes diferentes y lo vive siguiendo distintos ritmos.
Aún reconociendo las limitaciones físicas y funcionales e, incluso, el aumento de vulnerabilidad en este tramo final de la vida humana, hemos de admitir que, hasta cierto punto, está en nuestras manos aligerar o retrasar nuestro proceso de inevitable degradación biológica y mental, y, además, que podemos lograr que la última etapa de nuestras vidas sea incluso más fructífera y más placentera que las anteriores. La vejez es -puede ser- la época en la que recogemos los frutos maduros y saboreamos los jugos nutritivos de las experiencias más gratificantes de nuestra existencia.
El tiempo de la libertad. Esta fase, en la que se producen cambios en nuestro cuerpo y en nuestra mente, es -puede ser- el tiempo de la libertad, el período en el que ya se aflojan los lazos convencionales que, en otras edades, las normas sociales o las modas dictadas por la publicidad nos imponían unas conductas rígidas y, a veces, arbitrarias. «Cuando llegamos a cierta edad -como afirma María Luisa- perdemos el respeto humano, nos ponemos el mundo por montera y podemos permitirnos el lujo de pensar, imaginar, sentir y hacer todo aquello que, sin causar daño a nadie, nos pida el cuerpo». Y es que, efectivamente, sólo aprendemos a vivir cuando ya hemos vivido: cuando hemos trabajado, cuando nos hemos equivocado, cuando hemos disfrutado y, sobre todo, cuando hemos sufrido. En la vejez es cuando podemos cosechar los resultados de la experiencia.
En contra de los tópicos más repetidos, podemos afirmar que cuanto menos edad tenemos, menor capacidad poseemos para elegir caminos, porque sólo cuando llegamos a la cumbre, divisamos el horizonte abierto y podemos elegir las sendas adecuadas que nos conduzcan a nuestro bienestar.
El tiempo de la cosecha. Los hechos nos confirman que los años ya vividos y las experiencias acumuladas, más que tiempo gastado, son recursos efectivos, fértiles cosechas y frutos maduros que, si los administramos con habilidad, están disponibles para que los aprovechemos y para que les saquemos todo su jugo. Si hemos aprovechado el tiempo, si hemos cultivado con esmero las semillas que encierran cada uno de los episodios vividos -tanto los gratos como los desagradables-, es ahora cuando germinarán y nos proporcionarán cosechas abundantes.
En contra de todas las apariencias, los caminos ya recorridos nos descubren unos horizontes vitales más diáfanos, nos abren nuevas puertas y nos rompen ataduras convencionales. Maduramos humanamente cuando ensanchamos nuestra libertad para acercarnos a nuestra meta personal, para cumplir nuestra peculiar misión, para realizar nuestro proyecto inédito y para alcanzar ese bienestar razonable, necesario y, por lo tanto, posible.