Editorial

Clasificación negativa

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El progreso científico-técnico es una de las variables más difusas que manejan los expertos en desarrollo. Y es que no está tan claro si el avance técnico se debe «cuantificar» en función de los descubrimientos de los científicos, a los proyectos de nuevas máquinas que hacen los ingenieros, a la conjunción de nuevos diseños del capital físico con nuevas habilidades del trabajo (capital humano), o a la aplicación de todo lo anterior a los procesos productivos con el ánimo empresarial de reducir costes. Por ello, los expertos compilan índice tras índice con el deseo de clasificar países en un ranking de progreso científico y cambio técnico. Esto es lo que ha hecho un informe de la Comisión Europea dirigido por David White, Director General de Empresas, que tras ponderar dos docenas de indicadores indirectos, elabora un «índice de innovación» en el que España está en el número 16, de entre los 25 países analizados, es decir, muy por detrás de los líderes -Suiza, Finlandia, Dinamarca o Alemania- pero también de países promedio como Francia, Reino Unido o Italia. Nuestro país estaría así en la tercera división científico-técnica de Europa, al nivel de países como Turquía, Rumanía o Bulgaria.

Que España ocupe el puesto decimosexto no es, en principio, un problema tan serio si se asume el profundo atraso científico del que poco a poco está emergiendo nuestro sistema productivo. Y lo es mucho menos si se tiene en cuenta la poca consistencia con que el estudio está hecho. Pero, independientemente de las cuestiones comparativas y el escepticismo frente a la innovación como bálsamo mágico, sí es cierto que el sistema productivo español adolece de un cierto desánimo innovador.

El vínculo triangular entre las universidades, el sector público y las empresas sigue en nuestro país muy anquilosado y, a pesar de las recientes promesas del Gobierno de redirigir recursos hacia la I+D, los fondos públicos que llegan a la universidad no han variado sustancialmente. Como tampoco ha cambiado el recelo del Estado a colaborar con proyectos de investigación universitarios ya financiados por empresas privadas. Si a esto se añade el desvío de fondos de investigación a las Comunidades Autónomas y el manejo político que de estos fondos hacen en demasiadas ocasiones las administraciones regionales, el mapa de los obstáculos institucionales que se oponen a nuestro progreso está meridianamente trazado.