Llamadas perdidas
Actualizado: GuardarSegún un estudio recientemente publicado, cada año se producen en España varios miles de millones de llamadas perdidas, ya sabe usted: esa especie de disparos acústicos efectuados desde un móvil a otro para reclamar la atención pero sin pronunciar palabra. En la mayoría de los casos los motivos de este, hasta hace poco, curioso comportamiento son económicos: el más débil en términos monetarios avisa al más poderoso para que haga el gasto, en una sutil e inesperada maniobra en defensa del igualitarismo práctico. Pero, más allá, hay una metáfora encerrada en la difundida práctica: la búsqueda de la palabra, de la complicidad, del eco. Es un silencio en el que puede anidar el grito.
No sabemos cuántas de estas llamadas perdidas encuentran su respuesta o sólo provocan, hirientemente, el silencio. Porque el que llama corre ese riesgo, permaneciendo afrentado. También, supongo, una buena parte de las llamadas obedecerán a una cierta inseguridad, a una hamletiana duda sobre si el presunto interlocutor desea, verdaderamente, establecer la senda de la comunicación o si, por el contrario, quiere permanecer retraído, ausente, ensimismado. ¿Y cuántas llamadas perdidas encontrarán por respuesta otra llamada perdida, en un duelo de inicios insatisfechos? ¿Y cuántas de éstas, a su vez, provocarán respuesta del primer llamante o, a su vez, toparán con el olvido? ¿Cuántos equívocos se producirán? ¿Cuántos efectos mariposa conformarán un caos tecnológico-sentimental?
Con todo ello, la red virtual, a la vez, se densifica cuantitativamente pero adelgaza cualitativamente: muchos actos de comunicación quedan suspensos, condenados a girar sobre sí mismos en esperas postergadas. Los usuarios de la técnica, tan limpia en apariencia, quedan forzados a la pasividad. Pero es una pasividad anunciada, devaluadora de la propia dignidad. Sería un experimento digno de encomio reescribir la gran novelística decimonónica con la intervención de llamadas perdidas: ¿Qué les habría acontecido a Madame Bovary o a la Regenta si hubiesen podido mediar sus pálpitos con móviles desbocados o silentes?
Lo malo es que la emergencia de nuevas metáforas acaba por conformar la misma realidad sustantiva y uno tiene la impresión de que en el diálogo social se puede aceptar como obvio que las llamadas existen, pero que no exigen respuesta inmediata. O lo que es lo mismo: unos tienen la intención de hacer de su llamada una pérdida, pero otros se quedan sentados esperando la respuesta. Un ejemplo especialmente dramático de llamada perdida es el aviso de científicos sobre la inundabilidad de Nueva Orleans o, en general, de los que advierten sobre los efectos del cambio climático -ese asesino paulatino que no se viste de cataclismo universal-.
Y qué decir del campo de la política? En España el PP se ha convertido en un maestro en forzar a todo adversario -y casi todo lo que se mueve sin acatamiento es considerado adversario- a usar de llamadas perdidas. Le basta con no contestar nunca. La cosa, más o menos, suele funcionar así: el Gobierno -o la oposición donde manda el PP- lanza una propuesta y el PP la anatematiza porque rompe algún bien fundamental, como la unidad de la patria, la solidaridad abstracta, la familia y los valores tradicionales, o la alianza con EE UU. Luego pide el consenso, pero, de antemano, niega su apoyo a ningún acuerdo porque se erige en salvador supremo de esos bienes. El móvil del PP se convierte en un inmóvil esencialista. Y en su servicio de SMS sólo hay un «No» para toda circunstancia.
No cabe duda de que esta actitud entronca muy bien con el hecho cierto de que los inventores y usuarios máximos de las llamadas perdidas son los adolescentes. Y el PP, desde aquella jornada de marzo en que perdió gobierno y gloria, vive en una autocomplaciente edad del pavo de la que no consigue salir. Refugiados en la coquetería de la negación y en el narcisismo de la nostalgia, rebotan toda razón, todo argumento.
En fin, que mientras yo escribo, que mientras usted lee, por el incierto espacio circulan picaportes y cornetines que nos reclaman y requieren. Algunas llamadas son francamente prescindibles y otras, quizá las más deseadas, nunca nos alcanzarán. El problema es que si no descolgamos, si no devolvemos la invitación que enmudeció antes de pronunciarse, nunca sabremos genuinamente si podía ser el nacimiento de una gran amistad. Y, claro, el problema mayor es el de los soberbios que creen saber que la llamada merecía la perdición aun antes de cruzar sílaba con un otro descalificado para siempre desde la rabieta y la insolencia.