Cultura

Las fotografías más movidas

Un libro recoge los retratos de Pérez-Mínguez, el fotógrafo más representativo de los 'felices años 80' en Madrid, quien volvería a captar hoy a «aquellos personajes llenos de sueños»

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Como un niño con zapatos nuevos». Así se siente Pablo Pérez-Mínguez cada vez que coge el libro entre sus manos y evalúa su consistencia. «Es grande y pesa mucho», describe. «¿Y por eso me encanta!», exclama con entusiasmo. No obstante, hay otra razón para tanta algarabía: el libro es suyo. Bajo el título Miradas, este carismático fotógrafo, conocido por retratar a los iconos de la movida madrileña, ha logrado reunir cuarenta años de historia. Una cifra que se dice pronto, pero que, en realidad, «es toda mi vida -explica-. Es la estructura de mi faceta fotográfica convertida en un precioso ejemplar».

Qué menos. Pérez-Mínguez disfruta del momento con la misma ilusión de un chaval en Navidad. «Yo mismo me he sorprendido con el resultado. Si bien sabía que por mi estudio habían pasado muchos cantantes, ahora me doy cuenta de cuántos son y de su variedad», confiesa. En efecto, desde Alejandro Sanz y Joaquín Sabina hasta Pedro Almodóvar y Ana Torroja, no falta «nadie». De la movida más radical (Parálisis Permanente y Kaka de Luxe) al establishment (Raphael, Perales) y las tablas (Pedro Marín, Pedro María Sánchez y Los Pirañas). Lo que equivale a decir que «toda la movida de Madrid aparece en estos folios. Y, si no le gusta Serrat, podrá contemplar a Alaska», detalla con gracejo el autor.

La reciente publicación del libro -realizada por la Sociedad General de Autores Españoles (SGAE)- sirve de excusa para repasar la trayectoria de este creador que comenzó estudiando para ser ingeniero agrónomo y acabó como fotógrafo de artistas. Menudo cambio. «Yo no abandoné la carrera para capturar nubes con una cámara -dice-. Me interesaba retratar cantantes, y eso hice», relata con una simpleza cargada de seguridad. «Elegí ser un poco hippie en lugar de plegarme a los intereses sociales». ¿Así de fácil? «Bueno, no tanto. Mi familia casi se desmaya», recuerda.

Por convicción, vocación o impulso -«llámele como quiera»-, aquél giro de Pérez-Mínguez desencadenó una historia gráfica que fue, a la vez, gestora y documentalista de la mayor esfervescencia cultural de la España postfranquista. «Hace muchos años, con Almodóvar y Alaska jugábamos a ser personajes reconocidos, y yo les convencía de que mi papel era fundamental», rememora. ¿Cómo? «Les decía que si no se retrataban, no llegarían a ser famosos nunca», evoca con picardía para ilustrar «el modo en que todo empezó». Muy seguro de sí mismo, el argumento era más o menos de este calibre: «O te haces un cuadro con Murillo, o te haces una fotografía conmigo».

Convincente donde las haya, la frase dio resultado. Y, gracias a su osadía, hoy puede revalidarse aquel «concepto de la movida» en un libro que da cuenta de «aquellos años maravillosos». Una época que, «sin duda alguna, no se podrá repetir». ¿Por qué? «Porque fue una respuesta muy política a los cuarenta años de dictadura en Madrid, que era, como es hoy, mezcla de razas, de culturas y de todo», contesta. «En vez de quedarse cinco progres cantando sube la muralla, salimos Fanny McNamara, Pedro Almodóvar, yo y cuarenta más a hacer revuelo. Y, además, tendría que haber otro Franco, claro», añade con una veta de sarcasmo.

El humor es uno de los rasgos más acusados de este fotógrafo. Pero, también, es su herramienta de trabajo. Un recurso «fundamental» para generar «confianza» y romper el hielo antes de comenzar una sesión. «Fíjese en Perales -pone como ejemplo-. A simple vista parece aburrido, ¿verdad? Pues bien, la primera vez que vino a mi estudio, en cuanto abrí la puerta, le canté: ¿Y cómo es él? ¿a qué dedica el tiempo libre?. Enseguida lanzó una carcajada».

-O sea, ¿la sonrisa es un buen método de trabajo?

-¿El mejor! Todos los artistas saben reírse de sí mismos y tienen sentido del humor. Mi trabajo consiste en sacarlo a la luz hasta que desaparezcan los nervios. El objetivo es claro: establecer un vínculo de complicidad con el modelo. «Me gusta relacionar el acto fotográfico con el amoroso -dice-. Para mí, hacer fotos es como hacer el amor: hay un componente de seducción, de complicidad, de sube y baja Si no consigo crear ese ambiente, no me sirve. No me interesa tener que convencer a nadie para hacerle unas fotos».

Dicho esto, la descripción de su lugar de trabajo pasa por «una mezcla de Cabaret con el gabinete del doctor Freud; en mi estudio predomina la falta de prejuicios. Así, los artistas me acaban desnudando el alma, el espíritu y lo que haga falta».

-¿Una sesión con usted equivale a una de terapia?

-Desde luego. Aquí la gente se encuentra consigo misma. Todos salen desnudados y encantados.

Así ocurrió con muchos de los iconos de los felices 80. En el libro, a un joven Javier Gurrutchaga se le ve feliz posando con un Oscar de pega. Coque Malla gesticula en plan boxeador. Y aparecen casi imberbes y, sobre todo, con un brillo de esperanza e ilusión en el futuro los músicos de Derribos Arias, Ejecutivos Agresivos, Los Pecos, Joe Borsanni, Alejandro Sanz, Carlos Berlanga -ya entonces se percibía en él el camino a la leyenda-, Nacho Canut, Pablo Carbonell y tres de las grandes figuras femeninas de esa pendiente que conducía de la movida a la postmodernidad madrileña: Alaska, Rosario y Luz Casal.

¿Qué tuvieron todos ellos en común para dejar su mente y su alma en el retrato? «Ante todo, eran artistas», subraya Pérez-Mínguez. «Son especiales. Están llenos de sueños», aclara. Como los concursantes de Operación Triunfo, a los que le «encantaría» fotografiar. «Me fascina su ímpetu, sus ganas de brillar». Al igual que los cantantes de la movida, «tienen una ilusión infinita, que a veces saben expresar y otras, no. Ése es el fundamento de mi labor: meterme ahí en medio para convertir su ilusión en realidad». En otras palabras, hacer magia.

La improvisación

El encanto también es sello del trabajo de este artista, que solía retratarse con algunos de sus modelos (impagable la foto con el Tío Honorio). Y no sólo por la estética de sus obras, sino por el modo en que las concibe. «Trabajo con una cámara semiautomática del año 75», revela. Y aquí no hay margen para los píxeles. «No me quiero soltar de lo analógico porque conjuga la física y la química. ¿Y yo no quiero perder la alquimia!».

Sin embargo, sus dones de alquimista van más allá del equipo que pueda utilizar. Son, más bien, el resultado de toda una filosofía y un «modo de hacer las cosas. Sólo con mirar al artista a los ojos, con tocarle el hombro, ya le estoy haciendo fotos, ¿sabe? Nunca preparo nada antes de comenzar una sesión. Quizás coloque algún detalle o algo de maquillaje, pero siempre será lo mínimo para dejar lugar a la improvisación».

El inicio está bien definido pero, ¿cómo reconoce Pérez-Mínguez, el momento de acabar una sesión? «Esto es muy bonito. Cuando las gotas de sudor de mi frente me nublan la vista, sé que debo parar. Cuando mis pestañas ya no las contienen y éstas entran saladas en los ojos, es mi propio cuerpo el que me dice: Basta ya, Pablo, no te pases».

Pero, aunque sabe detener una sesión, el artista «no podría» darle fin a su trabajo ni a los exponentes de la movida. «Volvería a fotografiarlos a todos si pudiera», apostilla. No le importa que «hayan cambiado» con el tiempo. «Cuando vuelve cualquiera de ellos a mi estudio, recuperamos nuestro espíritu infantil».

-¿Por qué le gusta tanto la fotografía? ¿Qué le hizo ser quien es?

-Cuando era chiquito, mis padres me hacían fotos. Ellos sacaban la cámara cada vez que sucedía algo bonito en la vida de los niños. Entonces, al cumplir los nueve años, me dije: «Voy a pedirle una cámara de fotos a los Reyes Magos, porque así todos los momentos de mi vida serán extraordinarios».