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Sociedad

La isla de los misterios

Cincuenta años después de la primera expedición arqueológica a la isla de Pascua, muchos de sus enigmas permanecen sin respuesta, lo que constituye un poderoso imán para los visitantes

TEXTO Y FOTOS: JAVIER JAYME
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Aseguran que es el lugar habitado más aislado del planeta. Insisten también en que se trata de un templo formidable, legendario panteón de Oceanía. Pero, por encima es la isla de los misterios. ¿De qué nos hablan las tablillas rongo-rongo, con sus complicados signos? ¿Por qué, en toda la Polinesia, sólo aquí se desarrolló un sistema de escritura? ¿Qué representan los petroglifos, expuestos a cielo abierto? ¿Qué se esconde en las cuevas familiares de los clanes pascuenses? ¿Qué secretos protegen los aku-aku, espíritus de la noche? En su pasado excepcional, plagado de incógnitas, ¿dónde acaba el mito y empieza la realidad o viceversa?

No obstante, si la isla de Pascua goza hoy de fama mundial se lo debe a su impresionante cultura megalítica -única en Polinesia- y, más concretamente, a los moai -tal es el nombre vernáculo de esos colosos de piedra de enigmática expresión y origen incierto, cuya contemplación constituye el único propósito firme de todo el que llega a estos parajes-. He ahí el misterio por antonomasia. Los pétreos titanes, en número próximo al millar, se alzan por doquier sobre el suelo pedregoso de la isla. ¿Quién los esculpió? ¿Cuándo y por qué? Preguntas y más preguntas, la mayoría sin respuesta concluyente; la eterna canción pascuense.

Cualquiera que sea su historia, el resto del mundo lo desconocía prácticamente todo acerca de este sorprendente patrimonio arqueológico polinesio hasta hace cinco décadas. La publicación del libro Aku-Aku, de Thor Heyerdahl, parece haber sido decisiva al respecto. Esta obra, traducida a todas las lenguas, recoge en forma novelada las vicisitudes de la expedición arqueológica noruega en 1955, de la cual se cumple ahora el cincuentenario y que, en su momento, tuvo el efecto de despertar el interés por la cultura nativa más allá de los círculos estrictamente científicos.

Primera impresión

Cuando el viajero pone el pie en el aeropuerto de Mataveri se las ve y se las desea para no ser fagocitado por la hospitalidad isleña, mitad amable, mitad interesada: «¿Ia o rana! (¿hola!) ¿Alojamiento, señor? Son sólo 30 dólares; bueno y barato, señor». Muchachas risueñas se empeñan en colgarle del cuello la típica guirnalda de flores en señal de bienvenida. Un bullicio burbujeante, made in Polinesia, que casi le hace olvidar a uno la aterradora soledad de esta diminuta porción de tierra abismada en los piélagos australes. La comunidad humana más cercana se halla en Pitcairn, la novelesca isla de los amotinados del Bounty, 2.200 kilómetros al oeste. La costa continental menos distante es la chilena, casi a 4.000 kilómetros en dirección al sol naciente. Hacia el norte, 5.000 kilómetros de aguas libres hasta el golfo de California, y hacia el sur otros tantos hasta la Antártida. Por todas partes, en todas direcciones, una omnipresencia vacía: el mar.

Esta circunstancia singular determinó la existencia de los isleños desde el primer desembarco de sus antepasados en la isla de Pascua. La pregunta primordial es: ¿quiénes eran aquellos pioneros? ¿De dónde procedían? Y más todavía: ¿Cómo se las arreglaron para encontrar este rincón, el más solitario del mundo, oculto en la inmensidad del océano? ¿Hubo una sola inmigración o se produjeron otras?

La expedición de Thor Heyerdahl abordó la resolución de estas cuestiones con el auxilio de la arqueología moderna, sirviéndose de métodos y técnicas que nadie había aplicado antes. Las respuestas comenzaron a surgir a la luz, pero algunas sólo para enredar la madeja todavía más, abriendo nuevas puertas al misterio.

Origen legendario

Un ejemplo. La tradición oral hacía remontar el desembarco original en la isla al primer tercio del siglo XVI. Un personaje legendario, Hotu Matua, acompañado de familiares y numeroso séquito, habría navegado desde su tierra natal, Hiva (alguna isla del archipiélago de las Marquesas), hasta arribar a Pascua. Pues bien: la datación de restos orgánicos midiendo su contenido en carbono radioactivo -un procedimiento que había empezado a utilizarse en 1949, sólo seis años antes- arrojó cifras de una antigüedad abrumadora: el año 386 de la era cristiana. Esta fecha era la más remota que hasta entonces se había establecido en toda la Polinesia, para cuya población más temprana se barajaban guarismos, como mucho, de 1.000 años antes de nuestros días.

¿Quiénes eran estos primitivos abuelos pascuenses, fabulosamente lejanos? ¿Vivían aún en la isla a la llegada de Hotu Matua? En caso contrario, ¿cuándo y por qué desaparecieron? Tras más de un año de estancia en la isla, los expedicionarios estaban en condiciones de arriesgar una conclusión. Hubo tres períodos culturales, los mismos que hoy son universalmente aceptados: temprano (386-1100 d. C.), edad de oro (1100-1680) y decadente (1680-1868). La aparición de los moai clásicos podría haber ocurrido a principios de la edad de oro. Los artistas pascuenses cincelaron las soberbias estatuas en la toba gris del volcán Rano Raraku, que justifica así su apelativo de cantera de moai.

La senda del parque permite acceder a la montaña y adentrarse en este taller de titanes. Los moai se despliegan por las faldas externa e interna del cráter como un enjambre de cuerpos cuyos rostros parecen escrutar el infinito y cuyos troncos aparecen erectos, inclinados o tumbados en todas las fases de tallado y transporte. Si uno lo desea puede beber en las fuentes mismas del misterio, pasear entre las pétreas figuras, tocar el pasado con sus propios dedos....