Dulce Navidad
Actualizado:Desde que nos convertimos en un país de nuevos ricos, se repite una polémica casi idéntica acerca de las bondades y peligros del consumo, espoleada por el paroxismo que alcanza en esta época del año. Para la inmensa mayoría de los ciudadanos, alejados del significado religioso y los rituales que justificaban estas celebraciones, queda poco más que la ceremonia civil del nacimiento del nuevo año en medio de unos días de capricho y derroche. La polémica fue reavivada por un artículo del sociólogo Vicente Verdú a favor del consumo y, contra su uso desmedido, el escritor y periodista Fernando Delgado. Verdú introdujo un matiz de interés sobre la bondad del consumo: debido a la oferta de algunos fabricantes de invertir parte de sus ganancias en el tercer mundo, consumiendo se estaría ayudando a estos países a salir de la miseria. Para Verdú, los discursos morales sobre el consumo estarían anticuados, serían un poco rancios en la sociedad moderna que funciona precisamente gracias al mismo a él. Delgado, por su parte, recuerda que aunque resulte ñoño o suene a moralina, hay un consumismo excesivo que resulta ofensivo para esa parte de la sociedad que no puede permitirse ningún dispendio, por ejemplo, para ese veintitantos por cien de pobres que hay en España (con ingresos inferiores al 60% de la renta media). Hasta el Papa Benedicto, tan absorto de ordinario en la preservación de la verdadera doctrina de la fe y la vida sexual reproductiva, ha encontrado tiempo para ocuparse de predicar en contra del consumismo de estas fechas, a favor de la moderación y la exigible solidaridad con los excluidos del festín, sin que quepa ningún tipo de especulaciones interpretativas.
Con el consumo pasa como con la percepción de la necesidad: ¿Cuál es el límite de lo necesario? ¿Con qué criterio o vara de medir se puede establecer lo que es un consumo adecuado para cada individuo? Los ciudadanos carecen de otros modelos de referencia que no sean los propiciados por el propio mercado a través de la publicidad, que es la encargada de incentivar deseos y crear necesidades sin límite, convirtiendo el consumo en consumismo. Frente a una ideología donde el estatus de las personas lo define prioritariamente la cantidad, y en menor medida, la calidad del consumo, no hay un discurso alternativo plausible que llegue a los ciudadanos. Se aceptan los valores y modelos del mercado sin límites como los únicos posibles y por tanto, casi nadie se atreve (más que en estas fechas y por aquello de la mala conciencia judeocristiana) a denunciar lo que con sentido común, debiéramos atemperar en beneficio de nuestro equilibrio psíquico, de un mundo menos hedonista o de un planeta con recursos disponibles para las generaciones futuras. Nadie discute la necesidad y el placer del consumo y es verdad que comprando con sentido común también se ayuda un poco a los necesitados (tiendas de Comercio Justo, boicoteo a las marcas que utilizan niños trabajadores y apoyo a las que dediquen más al tercer mundo, etc). Pero consumiendo sin criterio, lo que de verdad se compra es imagen, luces y ruido que frecuentemente intentan esconder las carencias afectivas o de personalidad de individuos que depositan la mayoría de sus anhelos y deseos en este nuevo becerro de oro que nos deslumbra con lucecitas y nos atonta con villancicos.