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La exclusión del PP

ANTONIO PAPELL/
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Aunque Maragall ha expresado su pesar por haber incluido en el Pacto del Tinell de diciembre de 2003 que lo llevó a la presidencia de la Generalitat la exclusión del PP de cualquier interlocución o acuerdo con la nueva mayoría catalana, es claro que aquella determinación sigue en pie y continúa haciendo estragos en las relaciones políticas. Según consta en la página 95 de aquel «Acuerdo para un gobierno catalanista y de izquierdas» firmado por el PSC con ERC e IC, el primer punto del anexo se titula Ningún acuerdo de gobernabilidad con el PP, ni en la Generalitat ni en el Estado. El texto es vergonzante: «Los partidos firmantes del presente acuerdo se comprometen a no establecer ningún acuerdo de gobernabilidad (acuerdo de investidura y acuerdo parlamentario estable) con el PP en el Govern de la Generalitat. Igualmente estas fuerzas se comprometen a impedir la presencia del PP en el gobierno del Estado, y renuncian a establecer pactos de gobierno y pactos parlamentarios estables en las cámaras estatales».

Con independencia de la tensión política que caracterizó los últimos meses de la pasada legislatura y que dio pie a aquel pronunciamiento, ulterior a las elecciones autonómicas catalanas, es evidente que aquella cláusula fue un error inadmisible, de profundas resonancias antidemocráticas, fueran cuales fuesen las razones que la suscitaron. En España tenemos trágica experiencia histórica de las consecuencias gravísimas de intentar excluir de la política a un hemisferio ideológico. Y una declaración como aquella sólo resultaría inteligible y democrática frente a un partido totalitario, opuesto a los grandes principios humanistas. De ningún modo es legítimo negar al adversario su legitimidad y, por consiguiente, la posibilidad de que tenga razón y, por ende, la conveniencia de pactar con él si así lo exige el bien común.

Tras la sorpresa del 14-M, el PP sintió la tentación de negar a su vez la legitimidad de la victoria del PSOE; hubo amagos de ello y, sobre todo, el PP trató de mantener las dudas sobre la autoría de la tragedia del 11-M, lo que acrecentó un viento ábrego de confrontación que todavía no se ha disipado del todo. La historia es conocida: pese a que Rajoy, el gran derrotado, había apuntado maneras dialogantes y conciliadoras, al tiempo que Rodríguez Zapatero había hecho del talante el eje de su estrategia de seducción, el Gobierno y la principal fuerza de oposición han roto todos los puentes, han desechado sin excepción todos los consensos en las grandes cuestiones de Estado, han introducido dosis crecientes de crispación en la vida parlamentaria y, por primera vez en el cuarto de siglo de desarrollo democrático, parecen incapaces de preservar el acuerdo fundacional, constituyente, que constituye la médula del régimen y que nadie debería poner en cuestión.

La reforma del Estatuto catalán sería impensable sin la participación activa de las fuerzas autóctonas catalanas como tampoco podría imaginarse sin el consenso de fondo entre los dos partidos turnantes al frente del Estado. Así las cosas, es claro que a nada conduce abrir ahora un proceso para depurar responsabilidades y dirimir quién tiene la culpa de la situación actual. Tampoco cabe esperar que una de las partes claudique ante la otra, reconozca y su error y lo repare. Lo procedente es comenzar a producir discretamente un deslizamiento de ambas fuerzas hacia el lugar común que facilite el encuentro sin que nadie resulte damnificado.

Lo enconado del enfrentamiento entre las dos grandes fuerzas no oculta la aparente paradoja de que, en las grandes cuestiones, están más cerca el PP y el PSOE que el Gobierno y las fuerzas periféricas. Si bien se piensa, se llegará a la conclusión de que es perfectamente natural que así sea: PP y PSOE, con sus relativamente distintas visiones de la realidad y de la política, coinciden sin embargo en los fundamentos constitucionales de sus propias creencias, en tanto el nacionalismo siempre aspira a superar el marco institucional. En consecuencia, la situación normal de la política española debe ser la que mantenga como referencia, bajo la coyuntura de las circunstanciales alternancias y de las ocasionales alianzas, la sintonía profunda entre los dos grandes partidos sobre las reglas de juego. Por un cúmulo de razones, este criterio se ha desvanecido. Y comienza a ser absolutamente necesario reconstituirlo si no se quiere poner en riesgo la solidez del entramado institucional ni la solvencia de un sistema de convivencia en que los partidos democráticos son rivales, pero no enemigos.