Editorial

El paro preocupa

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Los mercados laborales acaban de dar buenas y malas noticias. Y es que si por una parte el total de personas desempleadas ha descendido en casi 10.000 a lo largo de todo 2005, lo que deja el número de desempleados en poco más de 2,1 millones, y las inscripciones en la seguridad social han aumentado en cerca de un millón de personas, diciembre ha sido sin embargo el tercer mes consecutivo en el que crecieron las cifras del paro. A pesar de la mejora en el sector servicios, no se ha podido frenar la caída del empleo en la industria y la construcción y el pasado mes acabó con 10.000 parados más, después un incremento del desempleo en noviembre de 42.000 personas y otro de 40.000 mil en octubre.

Añadir casi cien mil desempleados a las estadísticas en los últimos tres meses no puede dejar de preocupar al Gabinete de Zapatero. No sólo es el drama personal lo que debe de llamar nuestra atención, sino las consecuencias colectivas del asunto, entre las que no es desdeñable el hecho de toda la fuerza de trabajo desperdiciada. Pese a todo, una reflexión pausada sobre los resultados de nuestro mercado laboral no debería conducirnos a una especial alarma; por lo menos hasta el momento. Las tendencias a largo plazo, que son las que verdaderamente importan, son relativamente buenas. La economía española está encarrilada en una larga trayectoria que podría tildarse de brillante y en la que en las dos décadas a partir de mediados de los ochenta la participación laboral ha pasado de un 30% a un 46% de la población total, lo que por mucho crecimiento demográfico que haya habido representa un cambio revolucionario de actitudes entre los españoles, y principalmente entre las españolas. Lo verdaderamente importante es que esa tendencia continúe con independencia del color político del Gobierno; se trata ir facilitando poco a poco el cambio, y en fijarse más en las reformas flexibilizadotas y duraderas, antes que en las variaciones a corto plazo de las series. En este sentido, no es de gran ayuda la inacción del Ejecutivo socialista y su empeño en el consenso ante la reforma laboral empantanada y tampoco lo es el énfasis sobre el salario mínimo interprofesional y la querencia que tienen muchos políticos a presumir de generosidad con su elevación. A pesar de afectar a un número reducido de trabajadores, el salario mínimo daña a ese grupo al desplazarlo por otro tipo de «vendedores» de trabajo y tiene, además, efectos negativos en cascada sobre el resto de los mercados laborales. Lo mismo ocurre con las subidas salariales que se proponen ahora en muchos sectores vinculadas a los cambios del IPC, en vez de a los cambios en la productividad y que pueden poner en marcha espirales inflacionistas destructoras de empleo.

La tarea del Ejecutivo actual no es desde luego fácil: debe mantener el campo de juego libre de obstáculos; definir reglas claras, neutrales e iguales para todos; contratar buenos árbitros y, lo más complicado, dejar actuar a los protagonistas sin intervenir en el juego. Y no hay otra manera para que el capital macroeconómico alcanzado a lo largo de la última década no se dilapide absurdamente.