En cuarentena

Francisco

Aquel cristal con celosía de forja no le separaba del Padre, sino que le unía a él. Era el antídoto contra el miedo. Era la vida. Y el amor

Eduardo Barba

Eduardo Barba

Esta funcionalidad es sólo para registrados

La vida incluye en estos tiempos de pandemia distancias insufribles, muros etéreos que la vista no alcanza a captar pero que son altos, robustos, sólidos. Imposibles de ser derrumbados. Muy capaces de derrumbar. Francisco ha intentado superarlos y sobreponerse en el último año en numerosas ocasiones para poder estar, aunque fuera sin estrechar manos, lo más cerca posible de su homónimo padre. Otro experto desde que era niño en tapias y grandes paredes. Sobre todo alguna que permitía el respiro de asomarse y encontrar la fe y la esperanza.

Francisco padre se crió y vivió prácticamente hasta enviudar, peinando ya muchas canas, en el Muro de los Navarros. Nunca había sido un ejemplo de lo que viene a denominarse católico practicante. Pero fue adquiriendo entre sus costumbres una que le reconfortaba en tiempos duros, que también los hubo en blanco y negro: pasear por la feligresía y, camino de la Alfalfa, sumarse a la ancestral costumbre de pararse ante la ventana de la iglesia de San Esteban para mirar al Señor de la Salud y Buen Viaje y hablarle, pedirle, rezarle. Como antaño hacían los viajeros cuando abandonaban la ciudad por la Puerta de Carmona. Aquel cristal con celosía de forja no le separaba del Padre, sino que le unía a él. Ese hueco en el muro del templo era su camino a la fuerza y a la alegría. Era el antídoto contra el miedo. Era la vida. Y el amor. 

Su primogénito nunca pudo imaginar que acabaría emulando la costumbre popular de la cristalera en la solana, pero dramáticamente adaptada a los tiempos del virus. Francisco ha pasado meses trasladando su fe hacia otro hueco de pared, el de una residencia de mayores al este de la ciudad rodeada de cipreses a la que asomaba cada mañana el amor por el padre. Por su padre. Que pasó a ser su particular Cristo de la Ventana, al que le habló y le rezó todo lo que supo y pudo. Viendo sin querer mirar algunas lágrimas como las del Padre de la clámide púrpura que, a veces, el anciano no consiguió reprimir cuando su vástago le enseñaba fotos familiares a través del vidrio para refrescar la maltrecha memoria. Al otro lado del ajimez volvieron a estar, una generación después, la esperanza, la fe, el amor. Y estuvo la vida hasta que la fuerza duró y las olas del destino rompieron en la noche de los cristales rotos. Ya no hay ventana sino doloroso recuerdo. Pero ha quedado una herencia de fe inquebrantable. Buen viaje, Francisco. 

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación