OPINIÓN
Viviendo deprisa
Y me niego a no apreciar el milagro de esta primavera que no ha querido acudir a la fiesta de los sentidos
No ha querido la primavera, este año, acudir a la fiesta de los sentidos. Será el cambio climático, o será que todo va tan rápido, que incluso la primavera ha cedido su sitio al verano, como si se retirara, como si renunciara, derrotada, a los ... meses que le quedan. Ya ve, no ha habido, casi, tiempo para la rebequita, ni para cambiar los armarios, porque el verano ha venido y nadie, o casi nadie, sabe cómo ha sido. Claro que han florecido los azahares, aunque haya sido más en el imaginario colectivo que en la realidad, porque la floración ha sido tan rápida que apenas ha dado tiempo a emborracharse antes de que la gravedad sea una atracción fatal para los frutos que ya cuelgan descarados, y reventones, de los naranjos. Y claro que la Cuaresma se ha empeñado en mostrar su mejor cara, siguiendo el precepto del evangelista: «no seáis como los hipócritas» –dice san Mateo- «porque ellos demudan su rostro para ser vistos por los hombres». Y claro que los días son más largos y la oscuridad se empeña en ser más clara; y en el cielo empieza a dibujarse la primera luna llena de abril. Y claro que huele ya a cera derretida, y a canela, y a incienso. Y claro que el almanaque señala que hoy es Domingo de Ramos, pero ha llegado tan pronto que tiene una la sensación de que algo se nos ha perdido por el camino; puede ser la primavera, no digo yo que no. Pero pudiera ser también que este 2023 ande empeñado en darlo todo y no pueda, apenas, aguardar a los acontecimientos.
Si hay algo que nos ha cambiado para siempre la pandemia ha sido la concepción del tiempo. Como si el recuerdo del confinamiento pesara demasiado, y como si temiésemos que en cualquier momento pudiera venir alguien que nos vuelva a cerrar la puerta, desde la pesadilla del Covid, vivimos a un ritmo tan frenético que no nos hemos tragado aún la última uva en fin de año cuando ya tenemos a mano las chanclas y el bañador por si hay que aprovechar el primer rayo caliente de sol para darse un chapuzón. Es tremendo, lo sé –y usted también lo sabe- pero es algo que va en nuestro código genético. Que ya lo decía Góngora, «¡Que se nos va la Pascua, mozas, que se nos va la Pascua!».
Y así vamos, queriendo aprovechar todas las flores, todas las noches, todas las canciones; viviendo deprisa, sin apenas detenernos, programados desde la mañana a la noche para hacer todo a la vez en todas partes. Pesan tanto los últimos tres años que parece como si tuviésemos que recuperar todo ese tiempo, hacer todo lo que no hicimos entonces, por si acaso viene el lobo de nuevo y nos sopla la casita.
El año de la normalidad está resultando un poco estresante, la verdad, muy desatado este 2023. Es año electoral, claro, y eso es muchísimo peor que un año bisiesto, porque a las prisas –que ya de por sí son malas consejeras- de todos los días, hay que añadir los proyectos, las promesas, las fanfarrias, las confluencias, las inauguraciones disimuladas, los acuerdos de última hora… ya sabe usted, como una boda, pero a lo bestia y todo sabiendo que se nos echa el tiempo encima.
El conejo de Alicia en el País de las Maravillas habita entre nosotros y nos va soplando en la nuca. Enero, febrero, marzo... y los preparativos en la ciudad para la celebración del Congreso Internacional de la Lengua Española solapando a una Cuaresma que, a duras penas, ha encontrado su sitio entre las palabras colgadas de los balcones y que ha coincidido en su recta final con la apoteosis de la lengua, mezclando cajones flamencos con cornetas y tambores; traje oscuro de protocolo que lo mismo sirve para ir a los cultos que para ver al Rey. Total, nuestra ciudad está tan hecha a los reinventos que no tiene el más mínimo problema en levantarse cada mañana, abrir el armario y preguntarse «¿hoy que me pongo?»
Decía el director de la Real Academia Española que «la estrella del congreso ha sido la inteligencia artificial» y, sin estar totalmente en desacuerdo con Muñoz Machado, habría que precisar que la estrella del congreso ha sido la gente de Cádiz, que durante unos días no ha querido ver que las verdaderas palabras que cuelgan de nuestros balcones son «se vende», «se alquila» y que ha querido olvidarse de sí misma para recibir «con alegría» a los novecientos congresistas de la lengua que han pasado como la caravana de Mr. Marshall, deprisa, deprisa.
Ya vendrán tiempos de analizar y de cuantificar lo que ha dado de sí, lo que ha dejado el mundo de las letras en nuestra ciudad, y de discutir si era o no el momento de acoger un evento de tanta magnitud; y también habrá tiempo de sacar pecho, porque en tres meses hemos sabido sacarle partido a nuestra capacidad de adaptación al medio, y hemos sabido mostrarle al mundo que ni tan flojos, ni tan desarrapados, ni tan anárquicos, ni tan mal. Pero eso ya lo haremos, porque como cantaba nuestro hijo predilecto Alejandro Sanz «viviendo tan deprisa la vida no se aprecia».
Y me niego a no apreciar el milagro de esta primavera que no ha querido acudir a la fiesta de los sentidos. Porque pasa solo una vez al año… y está pasando ahora mismo.