LA HOJA ROJA
A ver quién lo tiene más grande
Ya casi no nos acordamos de la investidura de Pedro Sánchez ni de la bronca que nos echó Ione Belarra antes de irse, y tampoco le hemos echado mucha cuenta a las declaraciones del ministro Óscar Puente porque estamos en otro negociado, en el de medir a ver quién lo tiene más grande
Que por si no se había enterado, ya estamos en Navidad. Así, como quien no quiere la cosa, hemos pasado del calor que no se iba a ir nunca de nuestras vidas, a la nevada de mentira con la que nuestra ciudad ha declarado que ... sí, que ya estamos en Navidad y que se da por inaugurada la farsa de los buenos deseos, las buenas intenciones, de la vuelta a casa, de la ilusión y de los anuncios empañados de azúcar y pegajoso guirlache. Que no tenemos término medio, en conclusión. O nos estamos matando unos a otros, o nos creemos que «no hay mayor suerte que la de tenernos» porque eso es lo que nos dice el anuncio de la lotería de Navidad -desde que quitaron al calvo, no hacen más que empeorar las cosas-, que este año y, según sus creadores, busca «ser algo más que un anuncio» -claro, como si el objetivo no fuese vender décimos sino hacer ejercicios espirituales- y poner el foco en lo que, según ellos, es lo importante: los valores de nuestra sociedad -sean cuales sean, se supone- que son los que verdaderamente «cohesionan a los españoles» y no tanta historia de banderas y leyes y cosas por el estilo. Como campaña publicitaria no está mal, aunque con los tiempos que corren, todavía resulta más divertida esta cosa de los valores y de las cohesiones, que quiere que le diga. ¿Qué cohesiona a los españoles?, pues la lotería de Navidad, y el turrón de chocolate, claro, que ha hecho llorar a medio país porque andamos sensiblones, después de todo y porque los Alcántara ya nos han contado todo lo que nos tenían que contar.
El caso es que el anuncio de la Lotería cuenta más de lo que parece, y si la idea era «dar una bofetada de realidad», como defiende la agencia Contrapunto BBDO, encargada por sexto año de diseñarlo, han dado en la diana. Porque a ver si a usted no le han dado ganas alguna vez de pedir el mismo deseo que a la pava del anuncio y «que desaparezca todo el mundo» y poder andar tan tranquilo por la calle, y entrar en las tiendas y comerse un helado o lo que se encarte sin tener que dar explicaciones. Lo que pasa es que, como la realidad siempre supera a la ficción, al final vienen las lagrimitas y los abrazos y ese argumento del padre que no se creen ni la hija ni él, «el décimo es para esto, para estar juntos», dice. Pues vaya. Al final no va a ser verdad lo de que tienen mucha suerte de tenerse, porque necesitan el décimo de Lotería para poder tener relación entre ellos. Esa es la pura verdad, que no nos cuenten historias. Y no, mi discurso de hoy no tiene nada que ver lo del Grinch ni lo de Scrooge, que eso sí que está ya pasado de moda, y ya solo lo mantienen en pie los cuñados y los nostálgicos.
Lo que trato de decirle tiene que ver con algo mucho más perverso, con la manipulación de los sentimientos y con algo que ya pusieron en práctica los ilustrados –mucho antes los romanos y mucho después los totalitarismos - como procedimiento para mantener a la gente alejada de los verdaderos problemas, y entretenida mirando al dedo en vez de a la Luna. Pan y circo, pan y toros, pan y fútbol, pan y Navidad. Si no, no se entiende esta carrera frenética por ser la primera ciudad en encender las luces, por tener el programa más lleno de cosas, por adelantar los anuncios navideños, por jugar con los sentimientos… ya ve, falta un mes justo para la Navidad y ya no le da la vida para tanto concierto, tanto cuentacuento, tanta fiesta, tanta zambomba –en esto también perdimos la batalla-, tanta comida de empresa -¿por qué no aprovechamos aquello de la pandemia para acabar con ellas de una vez?-, tanta solidaridad, tanta alegría. Ya casi no nos acordamos de la investidura de Pedro Sánchez ni de la bronca que nos echó Ione Belarra antes de irse, y tampoco le hemos echado mucha cuenta a las declaraciones del ministro Óscar Puente porque estamos en otro negociado, en el de medir a ver quién lo tiene más grande.
Y es que lo del alcalde Vigo ha creado escuela. Y eso que nos partíamos de risa cuando Abel Caballero sacaba los adornos de Navidad mientras usted andaba liado con la vuelta al cole. Pues ya ve, no se equivocaba el gallego cuando decía «antes la Navidad en el mundo empezaba alrededor del 15 de diciembre, ahora empieza el 15 de noviembre como en Vigo». Lo del urbi et orbe, lo las luces que se ven en todo mundo, se completa este año con «el más maravilloso árbol de Navidad del planeta» que mide 43 metros y tiene una estrella de 19 metros de diámetro, y ha echado a pelear al alcalde de Badalona –el Carlos Alcaraz de los alcaldes lumínicos- que afirma tener el árbol «más grande del universo», con el del pequeño municipio cántabro de Cartes, Agustín Molleda, que no piensa darse por vencido: «no estamos dispuestos a perder, subiremos hasta donde tengamos que subir para ser el más alto de España«. Ya ve cómo están las cabezas en este país.
Y mientras están con el metro robándose centímetros y minutos de gloria unos a otros, nosotros, a los que nos cuesta despegar los pies del suelo, miramos el país que se nos está quedando y volvemos nuestros ojos misericordiosos a los anuncios navideños, repitiendo, como los abuelos del turrón de Sudchard «¿tú crees que lo hemos hecho bien?»