El tren de los escobazos
Nadie dijo que en Andalucía y Aragón no habría posibilidad alguna de adquirir los bonos a través de la web o la app de Renfe
Estará usted de acuerdo conmigo en que, si existe la metáfora perfecta, esta está sin ninguna duda, protagonizada por el tren. No hay texto literario que se precie sin un tren que pasa, o que se pierde, o que llega justo en el momento más ... inesperado. «La vida es el tren», que dice Paulo Coelho -la cita a Coelho ya le exime de seguir leyendo, porque dice muy poco de mí- pero efectivamente, la vida es un tren que pasa una vez, que nos va llevando en un viaje constante, desde que nacemos hasta la muerte; cambia el paisaje, cambian los pasajeros, cambiamos de postura en los incómodos vagones, cambiamos de estación, pero el tren sigue moviéndose. Si lo piensa, resulta muy fácil hacer un catálogo de canciones, o de poemas, o de novelas en las que aparece algún tren -alegórico o no -, por no hablar de refranes y de frases hechas que utilizamos casi a diario. No, no diré aquella de «estás como un tren» porque corro el riesgo de me tachen de cosificadora, y de terribles cosas que acaban en ista, pero sí le recordaré otras, del tipo «vivir a todo tren», o la terrible «no puedes dejar escapar este tren» que, a los que somos indecisos, nos pone los pelos de punta.
Y es cierto que hay trenes muy literarios como el Orient Express, muy entretenidos como el de Patricia Highstmith, donde dos extraños planean un crimen, muy cómicos como el de «más madera» de los hermanos Marx, o muy apasionados como el de Anna Karenina. Y también hay trenes como el de Rebecca Pearson -atención, que puede haber spoiler- en ese maravilloso penúltimo capítulo de «This is Us» que toca la partitura completa de los sentimientos desde la angustia, la esperanza, el asombro, la nostalgia hasta la gratitud, sin reservas, por la vida. Una maravilla, todo hay que decirlo, y hay que verlo, además.
Pero no se crea que en este último domingo de agosto voy a hablarle de una serie de televisión, con la de cosas que están pasando a nuestro alrededor. Ya ve, en esta semana en la que hemos enterrado a la caballa y hemos renunciado por completo a la fiesta de los cañonazos de Puntales -para serle sincera, pensaba que hacía años que no se celebraba-, al circo de esta ciudad le han empezado a crecer los vecinos. Al festival del despropósito veraniego por las constantes quejas sobre el aparcamiento y las interminables -¿se podría decir inoportunas?- obras en la plaza de España y en el entorno de La Caleta, se ha venido a sumar el descontento vecinal que, en términos electorales, es mucho más que un descontento. Ya sabe lo de Puntales, y tenga quien tenga la razón, la sensación es que el malestar del barrio no es más que la punta del iceberg con el que puede terminar chocando el Titanic municipal. Y también sabe lo de San Severiano, un barrio que se siente castigado por el Ayuntamiento «porque aún siguen viendo Bahía Blanca como un barrio de pijos y gente adinerada»; los vecinos se quejan de la falta de limpieza, de la escasez de equipamientos, del transporte público… de lo que nos quejamos, en definitiva, la mayoría de los vecinos -y vecinas – de Cádiz. Dice el refrán que cuando las barbas de tu vecino veas pelar, es la hora de poner en remojo las tuyas, o lo que es lo mismo, que cuando el río empieza a sonar es por algo. Y es que la gente está ya cansada de que nos peguen escobazos en el tren.
No es algo exclusivo de nuestro ayuntamiento, tengo que aclararlo, porque hablando de trenes y de escobazos, lo de esta semana con los bonos gratuitos de Pedro Sánchez ha superado todas las metáforas de lo que puede ser un gobierno de gente inepta, con ideas peregrinas y menos luces que un centro comercial a las once de la noche. No hace mucho el Gobierno de España anunciaba, entre las medidas de ahorro energético, la gratuidad en los trayectos recurrentes de tren para fomentar, decían, el uso del transporte público. Una gratuidad de cuatro meses, de la que se van a beneficiar, básicamente, estudiantes y trabajadores mediante la adquisición de un bono que les permitirá realizar viajes de manera subvencionada. El pasado miércoles, todavía en agosto -y aclaro esto porque lo de inhábil no solo es para los políticos y los reyes- se ponía en marcha el proceso con tanta sorpresa como letra pequeña y poca vergüenza. Porque nadie dijo que en Andalucía y Aragón no habría posibilidad alguna de adquirir los bonos a través de la web o la app de Renfe, sino que habría que hacerlo en ventanilla; en una ventanilla atendida por trabajadores a los que nadie les había explicado cómo demonios se hacía lo de los bonos y en qué trayectos eran canjeables. Sí les habían dicho, claro está, que el usuario debería pagar 20 euros que no le serían devueltos si no completa un mínimo de viajes en cuatro meses, y también les debieron decir aquello de que la información es poder, porque cada uno decía una cosa distinta. Los andaluces debemos canjear los viajes «en las máquinas expendedoras de la estación», que en el caso de Cádiz es «la máquina» porque solo hay una, -con el teclado mal calibrado, por cierto- que a fecha de hoy no permite la formalización del viaje, y por tanto no sirve para nada. Es decir, miles de andaluces han pagado una cantidad de dinero al Estado en concepto de fianza por un programa del que no se puede uno fiar y que tampoco sabe si podrá fiarse algún día.
Ya se lo dije, el tren es una metáfora de la vida; algunos viajan en primera clase y otros viajamos en trenes de mercancía, o de mentira, como el tren de los escobazos, o mejor dicho, el tren de los cobazos de Pedro Sánchez, que cada vez tiene más vagones.