Hoja Roja
Mucho resiste Cádiz
«A la espera» podría ser un buen lema si no fuese porque la paciencia se va agotando, las decepciones se van acumulando y ya todo nos suena
Después de haber sido durante unas horas el Santorini de occidente podíamos esperarnos cualquier cosa de esta ciudad que está eternamente esperando algo. «A la espera» podría ser un buen lema si no fuese porque la paciencia se va agotando, las decepciones se van acumulando ... y ya todo nos suena. «Déjà vu» tampoco estaría mal, así como concepto, porque sé que a usted también le pasa; es esa sensación de que ya hemos vivido todo esto con anterioridad. ¿otra vez Valcárcel? ¿otra vez el Campo de la Balas? ¿otra vez acampadas de personas sin hogar? ¿otra vez los problemas de limpieza –otra vez- y aldeo? ¿otra vez el pregonero del Carnaval? ¿otra vez una plataforma de vecinos indignados? No sé, pero a mi aquello de Bill Murray y la marmota no me parecía tan divertido, ni tan original. Será que llevamos siglos levantándonos en el mismo sitio y a la misma hora y ya sabemos cómo acaba la película. Más de lo mismo de siempre.
Han pasado algo más de seis años, pero lo recuerdo como si fuera ayer - ¿o fue ayer, pero me parecen que han pasado seis años? -. La entonces presidenta de la Diputación comparecía ante los medios, flanqueada por su delegada territorial de Economía, Innovación, Ciencia y Empleo y por la diputada provincial de Turismo, para presentar el que estaba llamado a ser –otro más- asombro de Damasco a la gaditana. Acuérdese, la transformación del viejo edificio del Instituto del Rosario –que previamente ya se había pensado para Memorial de las Libertades y para Escuela de Idiomas, sin ningún resultado- en Museo de Arte Contemporáneo, «el pulmón cultural abierto a toda la provincia» que albergaría la gran colección de obras de arte, propiedad de la Diputación –trescientas, no muchas más, no vaya a pensar otra cosa- y que acapararía todas las miradas del mundo civilizado, incluso del que está por civilizar, gracias al concepto innovador que se traían entre manos; «el futuro museo será el primero de toda Europa totalmente preparado para lograr un gasto de energía casi cero, y la que necesitará la producirá el mismo inmueble», decía Irene García, enseñando unos papeles que avalaban el pedazo de proyecto que se había sacado de la chistera, como si fuera el senador Onésimo Sánchez –sí, sé que me repito con García Márquez, pero ellos se repiten con los proyectos y las maquetas y no pasa nada- engañando a los indios del Rosal del Virrey con los pajaritos de cartón y los trasatlánticos de mentira. En dieciocho meses iba a estar terminada la reforma del edificio coronado por «una cubierta solar fotovoltaica» y diseñado con novedosos sistemas de climatización y refrigeración capaces de regular de manera inteligente la humedad y la temperatura de las salas. Tres millones y medios de euros para un museo que no convencía a nadie, ni siquiera a los que lo habían ideado. Búsquelo en las hemerotecas y verá que no me lo estoy inventando, que hasta Paco Cano -¿qué habrá sido de Paco Cano?- puso en cuestión el proyecto, por aquellas cosa que él decía: «la cultura es una herramienta de transformación poderosísima que debe estar al servicio de la ciudadanía»; y porque le parecía un modelo «muy de los noventa», en vez de un «laboratorio de innovación social a través de la creatividad y las nuevas tecnologías, un lugar para generar experiencias» –me encantaban las cosas que decía Paco Cano- que es lo que él había propuesto a la Diputación.
Total, que en poco más de un año, el museo, los fondos y el edificio NZTB pasaron a mejor vida y en diciembre de 2019, la presidenta Irene García manifestaba la intención de convertir el Instituto del Rosario en la nueva «Casa de la Provincia de Cádiz», con espacios para que otras instituciones pudieran organizar actividades en un edificio «mimado», pero ya no tanto. Y en marzo del año pasado, poco antes de las elecciones municipales, ya lo sabe, a la Lechera se le cayó el cántaro, «¡Oh, loca fantasía, qué palacios fabricas en el viento!» que diría Samaniego, y la presidenta se dio cuenta de que, con el museo, no iba a ninguna parte, sobre todo porque en la ciudad ya había un centro dedicado al arte contemporáneo y «no parece lógico duplicar el esfuerzo inventor» –a buenas horas mangas verdes- por lo que, donde dijo digo, digo edificio de oficinas, por ejemplo, que es también algo tan poco original como recurrente por estos lares.
La culpa fue del chachachá, de nuevo. Que si la humedad, que las patologías del edificio, que la montera supersónica era inviable… total, que se liquidó el contrato con la empresa adjudicataria y a otra cosa, mariposa, a otro proyecto, aunque, eso sí, con su pedigrí, «un equipamiento en la planta baja para usos culturales, con la posibilidad de contar con espacios para pequeñas exposiciones». Una cucada.
Y, de repente, tampoco. Esta misma semana conocíamos que se ha puesto en marcha «la maquinaria» para convertir el viejo instituto en la sede de la Escuela de Hostelería Fernando Quiñones, allá por 2027 o así, porque no se licitarán las obras hasta el año que viene –«todavía es un poco alegre hablar de números»-, como pronto, si es que se licitan. De momento, allí han ido todos con los cascos puestos - ¿de qué me suena a mí lo de los políticos con cascos? - a hacerse la foto y a contarnos que se trata de un «proyecto mandato». En fin.
Yo, qué quiere que le diga, no me lo termino de creer del todo. Y no es por ser malaje –que lo soy y no me importa reconocerlo- sino porque por aquí ya hemos pasado otras veces. ¿O es que no le suena el camino?