HOJA ROJA

Quien lo probó, lo sabe

Infectados de algo que no tiene ni cura ni tratamiento y que tampoco tiene explicación

No recuerdo cuándo me infecté, pero sí que me acuerdo perfectamente de la última comparsa de Paco Alba, de aquel segundo premio de 1973 con «Estampas goyescas» y de su pasodoble a la guitarra española –que «es un bello instrumento»-, que me aprendí a fuerza de escuchárselo canturrear a mi tía mientras hacía las faenas de la casa. Ella era la única que padecía el virus en la familia, yo tenía tres años y el verano, entonces, era tan largo y tan aburrido que terminé por incorporarlo a mi repertorio infantil, ajena por completo a la tragedia de aquella comparsa, que perdió –así lo dijo el Brujo nada más salir del teatro «no han vencido ellos, hemos perdido nosotros»- ante el «Capricho Andaluz» de Antonio Martín: «Andalucía, casi ná. De la tierra de la alegría, que milagrito…». No recuerdo cuando me infecté, pero sí que aquellas fueron mis primeras coplas en las Fiestas Típicas de balcones a Canalejas viendo una cabalgata de majorettes, de gigantes y cabezudos; de medio feria de pueblo, con casetas y trajes de gitana, que nada tenía que ver con lo que escuchábamos dentro, en el radiocasete de mi tía, comprado en Ceuta, una y otra vez. Ponlo desde el principio, y el del cuarteto, el de don Mendo, que también me lo sé: «Que se quema la beeeerza». Pónmelo otra vez.

Y luego «Los hijos de la glan China» y «Se coló Colón», y «Los mandingos» y «Nuestra Andalucía» que cantábamos desgañitadas y vehementes mi hermana y yo en la azotea –aún me sé el popurrí de memoria; y «Robots», y «Agua clara» y «La guillotina» y «Los monos sinvergüenzas» –no era lo más apropiado para mi edad, lo sé, pero me la aprendí enterita- y «Mario Carmelo y sus muñecos». Y más tarde, las cintas de vídeo, las buenas, las JVC que duraban más, para grabar la noche entera, «Quince piedras», «TBO», y «El callejón de los negros» ya frente al Merodio, sin hora para volver: «hasta que el último coro de la vuelta a la Plaza, por favor». Y los parciales de febrero escuchando la radio con «un montón de guanaminos» y el cuarteto de Rota y «niño, ahora mismo nos vamos corriendo pa casa la tita, y si no hay mil pesetas, no hay estampita».

El gorro de «La mar de coplas», el «calabaza, muñeco tonto…», el «gaditana mi rosita temprana», «Los ricos», «La ventolera»… la Final empalmada con el trabajo y las gafas de sol en la oficina, deseando que dieran las tres para volver a empezar la noche. El Libi vestido de Papa en una casapuerta de la Viña y «al caldero». Y el carrusel de «La máquina», y un montón de papelillos en la noche del último domingo de coros volviendo casa. Y una barriga inmensa en el arco de Garaicoechea y un «aquí está la Parra Bomba» entrando al paritorio con «no me pegues tiritos en el pecho, pégamelos en… que ya tengo el boquete hecho». Y un niño vestido de pollo que se aprende los estribillos de las agrupaciones más malas, y una niña subida en una batea que no se quiere bajar hasta que el coro no dé la vuelta a la plaza, y luego otro niño -más bien un perro andaluz- que me comenta cada mañana la sesión de la noche anterior. Y las despedidas en hospitales y preguntar en el tanatorio que cómo estuvo el pase de anoche, y tener siempre en la cabeza un punteado y el viento de trece años que también nos pegó un bofetón en la carita. Y los niños estrenando la noche del sábado y un «sin hora, ¿vale?» y el puchero hirviendo, siempre, para asentar los estómagos y «llévate un bocadillo, que no vayas a comer en cualquier sitio». Y las colas para las entradas del Falla, y el «seguro que salen hoy, vente para acá, que ya hay gente». Todos infectados de lo mismo.

Infectados de algo que no tiene ni cura ni tratamiento y que tampoco tiene explicación. De algo que, cada febrero, nos enferma y nos empuja; nos aturde y nos da la lucidez para aguantar el resto del año. De algo que llevamos en las venas y que se llama Carnaval. Un Carnaval que nos castiga y nos atormenta, que nos bendice y nos perdona, que nos redime del pecado de probar la fruta más prohibida y nos expulsa del paraíso cuando no nos damos cuenta. No se puede remediar, no queremos remediarlo porque solo nosotros sabemos cuánto dura un estribillo y solo nosotros sabemos cuándo suena la llamada del tres por cuatro, o lo que sea, y cuándo pega fuerte una copla. Esto no se aprende, esto se siente.

Ya está aquí. Es Carnaval, quien lo probó, lo sabe.

Artículo solo para registrados

Lee gratis el contenido completo

Regístrate

Ver comentarios