Opinión

Operación Plus Ultra

Somos tan mezquinos, tan limitados y tan pacatos que necesitamos grandes dramas, grandes infortunios y grandes fatalidades para engordar el ego

Yolanda Vallejo

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Después de todo, el público –la gente, para entendernos- sigue alimentándose de la misma manera desde que el mundo es mundo. Y no crea que estoy hablando de dietas, ni de recetarios, ni siquiera de comida. Somos tan mezquinos, tan limitados y tan pacatos que necesitamos grandes dramas, grandes infortunios y grandes fatalidades para engordar el ego y delimitar nuestra zona de confort, para justificar nuestro lugar en el mundo, para creernos que los normales somos nosotros y no los de alrededor, para poder mirar por encima del hombro que es una de las cosas que más nos gusta a los seres humanos.

Lo hacían los griegos, los romanos, los primeros cristianos, los árabes, los cristianos reviejos, los Austrias, que llevaron a su máxima expresión lo de rodearse de «sabandijas», enanos y deformes para parecer ellos medio normales, los Borbones –a estos les costó mucho más lo de parecerlo-, la intelectualidad de la intrahistoria novecentista, la gente de derechas, los de izquierda… en fin, que siempre hemos necesitado a alguien que supuestamente esté por debajo para pisotearlo y, de vez en cuando, echarle unas migajas y sentarlo en nuestra mesa al más puro estilo de «Plácido» –siempre lo digo pero es rigurosamente cierto, Berlanga es un profeta- para que el espejo nos diga lo bueno y lo guapo que somos. Es la aplicación más burda, pero más certera, de la teoría de la relatividad.

Uno se levanta por la mañana, con todas sus miserias, y pone la radio o lee los periódicos para saber que todo sigue estando en su sitio y, sobre todo, para saber que hay gente que está peor-o eso nos parece- que nosotros. Lo decía Galdós cuando analizaba el fenómeno del folletín que estaba fagocitando la alta literatura –estoy yo muy galdosiana últimamente- y tenía más razón que un santo: la gente quiere sangre, quiere dramas, quiere desgracias y quiere infortunios para justificar que lo suyo no es tan malo.

Y de todo eso es de lo que se ha estado hablando esta semana en la que, siguiendo el guion establecido, no ha habido lugar para la sorpresa. En estos días no se ha hablado de que Feijóo, pese a haber ganado las elecciones, no ha sido capaz de formar gobierno, sino de esa imagen de pelele desgraciado al que ni siquiera el presidente del Gobierno –que tampoco está para tirar cohetes- se ha dignado a contestar en la sesión de investidura y de cómo hasta los diputados más insignificantes se han venido arriba en las dos sesiones parlamentarias que no han servido absolutamente para nada pero les ha dado su minuto de gloria y su foto para el álbum familiar. De eso hablaba la gente; de eso y de que Telecinco le ha cancelado el programa al que, hasta no hace mucho, era su presentador fetiche –al otro buque insignia le quedan tres cuartos de hora-, y no porque el programa fuese bueno o malo, sino porque la audiencia ha decidido, y no ha tenido la más mínima compasión y no ha respetado siquiera eso que ahora llaman los cien días de cortesía. Del tirón: Recuerda que eres mortal, memento mori, y que estás arriba cuando nosotros, pequeños diosecillos, queremos y que estás abajo cuando nosotros, los desheredados, los parias, los piojos resucitados, así lo decidimos.

El público quiere más, y el público ha tenido esta semana una historia digna de aquel «Operación Plus Ultra» que hacía las delicias de los españolitos hace sesenta años.

No tiene por qué acordarse, pero aquello iba de niños –y alguna niña- con vidas desgraciadas que, de manera abnegada, sacaban adelante a sus familias millonarias en penurias, trabajando de sol a sol, llevando en brazos a su abuela a través de matorrales, salvando a sus hermanillos de incendios, cataclismos y cosas parecidas. A mayor desgracia, mayor gloria para aquellos chiquillos a los que el Régimen franquista premiaba con viajes a la playa o con visitas al Papa, mientras los oyentes aplaudían a los pequeños valientes, ejemplos nacionales para la juventud.

Como NanoJr, dirá usted. Y ahí es donde yo quería llegar, porque lo de esta semana con el vídeo del joven que «reflexiona» –y lo entrecomillo porque no salgo de mi asombro- sobre el bien y el mal, poniéndose a sí mismo como ejemplo porque le compra a su hermana unas zapatillas o a su madre una botella de aceite –bueno, con el precio que tiene lo doy por bueno-, con el escaso sueldo que obtiene con sus dos precarios empleos es un clarísimo ejemplo de lo que le estoy contando.

A David, que es como se llama NanoJr, lo han paseado por todas las televisiones como si fuese un héroe, porque se ha hecho viral su «¿por qué dejas el instituto, por qué te gastas el dinero de tus padres en porros, en beber, en fiestas, en mierdas?» mientras camina de un trabajo a otro. A David le han sacado su historial en todos los periódicos para que el público se chupe los dedos con tanta desgracia. A David lo han apoyado Aitana, Pérez-Reverte –que dice que es admirable-, Ana Rosa Quintana… A David un empresario le ha regalado un coche: «Te lo vamos a poner a tu nombre sin que te cueste nada», en directo y entre lágrimas. A David lo han convertido en otro trozo de carne más. Porque en dos semanas nadie se acordará de NanoJr, ni de sus trabajos ni de sus arengas. Quedarán solo los restos de él que no quieran ni los buitres y seguirá siendo igual de desgraciado.

Y nosotros tendremos que volver a salir de caza.

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