Opinión

Nada nuevo bajo el sol

«Todo está inventado y todo lo hemos visto alguna vez o incluso más de una vez y más de cien veces...»

Se ríen mis hijos porque no tengo edad ni para la carpa principal, ni para la carpa del Baluarte de la Candelaria, que está destinada «a público más maduro». No saben ellos que, en realidad, no tengo edad ya para casi nada de lo que ... me gusta. Tampoco es que lo lamente mucho, la verdad; creo que la última vez que fui, la carpa estaba en lo que luego sería el Palacio de Congresos; que yo era más de coplas que de copas, -antes de que lo dijera el Ayuntamiento- y si al final sucumbía a lo de la carpa, era por aquello de que el domingo de Piñata me parecía el día más triste del año y, de algún modo, tenía que escenificarlo y que nos dieran las claras del día lamentando que se acabó el Carnaval. Pero no iba yo a contarle batallitas, ni a ponerme nostálgica -léase como sinónimo de melancólica y no de lo otro- porque nunca he sido de mirar para atrás, sino de pensar que cualquier tiempo pasado, fue eso mismo, pasado y, como mucho, distinto.

Tal vez por eso, y porque, como dicen ahora, ya he dado más de cincuenta vueltas al Sol, soy consciente de que no hay nada nuevo a este lado de la carretera. Todo está inventado y todo lo hemos visto alguna vez, o incluso más de una vez y más de cien, y no por ello hay que rasgarse las vestiduras ni tirarse por los bloques, ni hacer un pasodoble y mucho menos llevarlo a un concurso. Pero, ¡qué le vamos a hacer!, tenemos que admitir que el concurso se ha convertido en la llorería y que la gente lleva unos niveles de cabreo bastante considerables, además de inútiles.

Le decía esto porque, si el consurso del carnaval de verano fue un ejercicio de autocomplacencia absoluta -mucho cadi y mucha caleta y muchos gargajillos-, el de este año lleva camino de convertirse en el concurso de las quejas, que si «esto ya ha salido antes», que si «las funciones tan largas son una porquería», que si «tengo un radar que avisa cuando se pierde la raíz»… y así todo el tiempo. Un día detrás de otro. Eso, o lo del machismo y el feminismo y el empoderamiento que está muy bien, pero que también harta.

Y no. No crea que me voy a meter en un charco sin botas de aguas, porque si de algo sirve la experiencia -la edad, para que nos entendamos- es para comprender que, si hace cincuenta años las coplas eran la crónica cantada de lo que había ocurrido en la ciudad, hoy las coplas son otra cosa. Fiel reflejo de la sociedad en la que vivimos, eso sí. La sociedad de lo políticamente correcto en la que se deben cantar determinados temas para que a uno no lo tachen de según qué cosas. Eso, en el fondo, está muy bien, aunque en la superficie, sabemos que los mismos que se parten la garganta defendiendo el amor entre dos hombres, siguen teniendo el «maricón» en la boca como insulto favorito; pero queda bien cantarlo, dónde va a parar. Igual que queda muy bien desgañitarse diciendo que ya era hora que la mujer tomara las riendas de la inspiración y saliera a cantar «igual que los hombres», pero luego las llaman «las niñas», «las pibas», o directamente hacen comentarios sobre lo feo que está una mujer comparsista. Que sí, que aquí todos somos muy guays, pero en cuanto se escarba un poco se nos ve el plumero. Tampoco se libra la cantera, no se crea, por muy inclusiva que nos la quieran vender, y por muy intocable que ahora parezca, porque cuando una chirigota canta un pasodoble empalagoso sobre cómo un padre ve crecer a su hija, y llora en el sofá viendo fotos de su pequeña le dice «te enamorarás de un revolucionario» y «sé que es ley de vida, pero es que me muero», a lo que la niña le contesta «no llores, mira lo que has conseguido, que tu cubanita sea una mujercita» aunque siempre seré «tu pequeñita». Todo bien, ¿no? Tampoco eso es nuevo, no crea que ni en eso somos originales. Al concurso se va a concursar, a arañar puntos para hacerse con un puesto en la final o con algún contrato más allá de Puertatierra, y conste que no me parece mal. Pero de ahí a que se nos llene la boca -la boca llena- diciendo que ya somos muy modernos, va un camino largo y muy tortuoso.

El Carnaval es la transgresión, no solo la reivindicación; es la diversión, no la arenga; es el recreo, no el examen. La conquista de derechos no se hace en las tablas de un teatro, ni en la batea de un coro, ni en una esquina cualquiera, que eso se hace en las urnas y en los despachos. No se va al teatro a que le den a uno el título de feminista, ecologista, animalista, pacifista, activista y cañero; que parece que todas las agrupaciones van buscando el aplauso del discurso oficial. Al teatro se va, o se debería ir, a defender un repertorio de coplas que nos hagan pasar un buen rato y ya puestos que nos arranquen una carcajada, y no a que nos intenten evangelizar o a resolver jeroglíficos metacarnavaleros. Y sobre todo, al teatro se va a escuchar.

A escuchar a los que vienen reclamando ya su sitio en las tablas. Porque hay que saber cuándo uno ya no tiene edad de ir ni a la carpa principal, ni a la carpa del Baluarte de la Candelaria, ni a la del castillo de Santa Catalina. No hay nada nuevo bajo el Sol y lo de «matar al padre» es más que una necesidad humana; hay que dejar paso, aunque los que vengan, vengan con el paso cambiado.

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