Hoja Roja
El mundo de ayer
Quizá mirar hacia adelante es una forma de protección tan válida y tan legítima como otra cualquiera. Hace frío fuera -y llueve- y virgencita, que me quede como estoy
Ahora que a todo el mundo le ha dado por descubrir –o redescubrir- a Stefan Zweig y a canonizarlo como una de las voces más autorizadas para explicar un siglo XX que se está pareciendo muchísimo al XXI, es cuando habría que leer «El mundo ... de ayer. Memorias de un europeo», una autobiografía –o no- publicada a los pocos meses del suicidio de Zweig, y en plena guerra mundial. En ella, describe el mundo tal y como se lo entregaron sus padres, un mundo de seguridad que resultó ser un castillo de naipes dispuesto a saltar por los aires y hacer pedazos la vida de la gente sin que nadie pudiera evitarlo. Entre todos la mataron y ella sola se murió, la vieja Europa, la hija de Agenor, la nieta de Poseidón, raptada por el toro blanco que la acechaba en la playa. Hermosa Europa, la que cabalgó las olas del mar Egeo hasta llegar a Creta, la misma Europa desangrada en guerras durante siglos, compuesta y descompuesta a lo largo de una historia repetida. Lo que hace Zweig no es, ni más ni menos, que leernos los posos del café para todos que fue el siglo pasado; nadie escarmienta en cabeza ajena, pero no estamos dispuestos a admitirlo.
Que Úrsula von der Leyen diga que «Europa debe prepararse para la guerra» y que lo diga ante la Comisión Europea presentando un plan de rearme del continente, nos debe llevar a pensar que los setenta años de paz se han cimentado en la ciénaga del «no hemos aprendido nada» de ese mundo de ayer que ha vuelto para quedarse. La Agenda 2030 ya no marca un horizonte de buenas intenciones salpicadas de frases de Mr. Wonderful, sino que establece la necesidad de prepararnos para evitar una confrontación bélica a no muy largo plazo. Se nos tambalean las cartas y todavía resulta conmovedora la confianza en la imposibilidad de que todo cambie, a pesar de las miguitas de pan que la realidad nos va dejando por el camino.
No es catastrofismo, no crea. A pesar de todo, el sol sale cada día y cada día tiene su afán, y sus quehaceres y la gente se sigue amando; quizá mirar hacia adelante es una forma de protección tan válida y tan legítima como otra cualquiera. Hace frío fuera -y llueve- y virgencita, que me quede como estoy. Pero si hacemos un repaso de lo que este cuarto de siglo XXI nos ha regalado no hace falta ser un lince para darse cuenta de que, por este camino, ya hemos pasado. Si el milenio debutó a lo grande con los atentados de las Torres Gemelas, lo que vino detrás no desmerece para nada el primer acto: la crisis -¿económica?- del 2008, las recesiones, los salvapatrias, la polarización política, la pandemia -que casi nos quita la venda de los ojos-, el Brexit, las guerras a la antigua usanza en Ucrania y en Gaza y el triunfo de la sinrazón que viene de Estados Unidos nos sitúan en un ambiente prebélico que justifica las palabras de la presidenta de la Comisión Europea: «Si Europa quiere evitar la guerra, debe prepararse para ella».
Decía Zweig que «mientras tanto, la gente vivía cómodamente y acariciaba las pequeñas preocupaciones como a animales de compañía, mansos y obedientes, a los que en el fondo no se teme». Son esas pequeñas preocupaciones las que nos mantienen en la esperanza del gatopardismo y en el convencimiento de que, si todo cambia, será para que todo se quede igual, porque esas cosas de las guerras y de la inmigración y de la privación de derechos y de los desplazamientos y de las injusticias siempre les pasan a los demás y nunca a nosotros.
Abrir los periódicos en estos días se ha convertido en un acto de fe. Porque ya sabe usted que a la Fe la pintan ciega y que los ojos que no ven, laten en un corazón que no siente. Europa llama a una planificación ante un posible escenario bélico, y Pedro Sánchez dice que hay que tener cuidado con las palabras, no vaya a ser que se enfaden, aún más, sus socios de Gobierno : «tenemos que dirigirnos a los ciudadanos de otra manera cuando hablamos de mejorar la seguridad», que no es lo mismo «rearme» que «salto tecnológico en seguridad», dónde va a parar, y que no hay que alarmar al personal más de la cuenta, porque el miedo hace pensar y no conviene que pensemos mucho, no vaya a ser que alguien se dé cuenta de que este emperador lleva demasiado tiempo desnudo.
Así que le diré una cosa, lea -o relea- a Zweig. Piense que nada es para siempre y que el refranero sirve para algo más que para adornar las conversaciones. Que cuando las barbas del vecino veamos pelar, será hora de poner las nuestras en remojo.