La Hoja Roja
Los monos tailandeses y el heteropatriarcado
Roro es, ahora mismo, la tiktoker «más codiciada de España», con tres millones de seguidores –gente ociosa, en su mayoría- y cincuenta millones de visitas en su perfil
He descubierto, hace muy poco, el poder del scrolling. Lo sé, voy tarde, como en tantas otras cosas, porque ya en 2006 los psicólogos advertían de la dependencia hipnótica que ocasionaba eso de estar las horas muertas viendo un vídeo detrás de otro, sin solución ... de continuidad, en el móvil. Pero ha sido ahora cuando he sucumbido –no es nada extraño, también ha sido ahora cuando he cogido por primera vez el Covid- a la desconexión mental que suponen unos pequeños monos tailandeses -que no hacen Muay Thai-, comiendo yogures y acunando a unos conejos que les doblan la estatura y posiblemente el intelecto. Mis hijos se burlan de mi porque dicen que ya estoy como las viejas, riéndome a carcajadas con los monos. Lo que no saben ellos es que también me quedo embobada con dos hermanas asiáticas que dominan como nadie los cuchillos Ginsu –me delata mi etapa de Teletienda- y hacen unas fritangas asquerosas con unos pescados asquerosos, en unos peroles asquerosos, pero perfectamente maquilladas y peinadas. Haciendo scroll descubrí, además, a una legión de madres de familias supernumerosas –diez, doce, catorce, veinte hijos- que cuentan sus maravillosas vidas y la de sus maravillosos retoños y están siempre perfectas y nada les turba ni nada les espanta. Y descubrí, al fin, a Roro, la perfecta novia de Pablo, a la que también ha descubierto, esta semana, Rita Maestre, que debe estar como yo, dándole al móvil en cuanto tiene un rato libre.
Roro es, ahora mismo, la tiktoker «más codiciada de España», con tres millones de seguidores –gente ociosa, en su mayoría- y cincuenta millones de visitas en su perfil. Roro tiene apenas veintidós años, unas gafas enormes, un superpelazo planchado, la voz de una niña pequeña y un novio caprichoso que lo mismo tiene ganas de un faisán relleno que de leer a Maquiavelo entelado en terciopelo azul. Ella, más que la novia de Pablo, parece una de las hadas madrinas de la Bella Durmiente, y hace mantequilla, queso, mermelada, despedaza un ciervo con una manicura ideal, cocina un ragout de pato salvaje, amasa pan de pita, encuaderna libros, diseña, corta y cose vestidos en un santiamén y todo le resulta fácil, sencillo y rápido. «Hoy Pablo tenía ganas de pollo coreano» y me he ido a Corea, en un momento, a criar al pollo para tenerlo a punto a la hora de la cena. Todo así. La Roro –le pongo el artículo porque no es un nombre propio- copia descaradamente a Nara Smith, una influencer que vive en Los Ángeles, que cocina para su marido y sus tres hijos, bajo el paraguas de no sé qué tradición, ni qué religión y que ha protagonizado la última campaña publicitaria de bolsos de Marc Jacobs, porque, en el fondo, no es tan «tradwife» como nos quisieron hacer ver. No hay nada más detrás de estos perfiles de supuestas y sumisas esposas tradicionales; ni son Bree Van de Camp, ni viven en el Stepford de la novela de Ira Levin –momento cultureta: yo conocía la novela, pero no conocía a Nara Smith, eso que llevo ganado- donde todas las mujeres estaban siempre perfectamente perfectas para atender a las necesidades de sus maridos.
No nos engañemos. Detrás de Roro, detrás de Nara Smith lo que hay es puro negocio, monetización, que se dice ahora; una manera de ganar dinero, a costa de montones de gente como yo que mira desapasionada el móvil antes de dormirse. El resto, la polémica que se ha generado en torno a este asunto, las ofendidas, los vigilantes de la moral y toda la panda de observantes de la ética que vale, no son más que ganas de crear un debate donde no lo hay.
A Rita Maestre, ya ve, no le gusta el asunto porque representa algo que no quiere ni para ella ni para sus hijas. Así lo denunció esta semana en un vídeo donde habla de religión, de tradición, de patriarcado, de sumisión, de un modelo de mujer que se tiene que quedar en casa al cuidado de los hijos, de limitación de derechos y de desigualdad.
No, no estaba hablando de las mujeres islámicas, ni de su obligación de llevar velo, de ir completamente vestidas a la playa y de obedecer al marido, porque eso son rasgos culturales que hay que respetar y asumir dentro de nuestra sociedad. La indignación de Rita venía, sobre todo, por la «fundy baby voice» que es la voz de niña pequeña que utiliza Roro en sus vídeos. Para Rita, lo de la voz es el síntoma innegable de la sumisión, una herramienta heteropatriarcal que nos dice cómo debemos hablar las mujeres. Que yo no sabía, y me he enterado por ella, que la voz femenina «siempre ha servido para alimentar las fantasías de los hombres», y que la voz de Meryl Strepp echa para atrás por cortante, cuando yo pensaba que echaba para atrás por ser Meryl Strepp. Rita habla en primera persona, porque le han dicho de todo por su voz: niñata, pija, barriobajera… según hablara de una manera o de otra. Algo así le pasaba a Carlos Jesús, que si ponía una voz era Cristopher y si ponía otra, era el otro Micael que venía de Raticulín. O a Óscar Torres en los plenos municipales, que cuando hace una propuesta habla normal y cuando está en desacuerdo con algo habla bajito, pausado, como si estuviera dando una homilía para cabrear al personal que tiene enfrente.
El problema no es como habla Roro, y tampoco lo que dice. El problema es que pasamos horas enganchados a las redes sociales y sin que haya nadie que nos diga que de los monos tailandeses se puede salir.