OPINIÓN
La insoportable levedad del ser
Lo malo es que nunca aprendemos, nadie nos enseña las reglas para vivir, y mucho menos, para morir
La vida no es una alfombra roja, por mucho que hayamos estado una semana pisando sobre carmín y tres mil años viviendo en una ciudad de «enhorabuena» -que han tenido que venir los de las series a decirnos lo que no terminábamos de creernos en la realidad- y «potencial». La vida no es fascinante, ni maravillosa ni nada de lo que cuentan las tazas del desayuno que cada mañana nos ponen a prueba mientras nos quitamos, como podemos, los restos de la decepción y las frustraciones para ponernos otras. La vida no es una caja de bombones, como decía la madre de Forrest Gump, aunque sí es cierto que nunca sabes lo que te va a tocar.
Nunca, porque si hay alguna certeza es precisamente esa, que no sabemos ni el día, ni la hora, ni el lugar en el que se termina todo, o todo deja de ser como era. Siempre llegamos a Samarra el día que la muerte nos está esperando, aunque nunca sepamos cómo hemos llegado hasta allí y por qué. Eso mismo debían estar preguntándose los padres de los dos jóvenes –qué cosa tan terrible que se te muera un hijo, que ni siquiera hay una palabra en el vocabulario que lo defina- que perdieron la vida el pasado lunes, en un paso de cebra, a las tres y media de la tarde; eso mismo pensarían los amigos de la mujer que, apenas estrenada la jubilación, hacía la compra –quizá pensando en que habría menos gente a esa hora, como hago yo, como hace usted- o buscaba un regalo para una ocasión especial; eso mismo dirían los familiares del hombre que, tras dos días jugando al escondite con la muerte, se despistó un momento, y fue encontrado en otra Samarra, en una cama del hospital, cuando parecía que había ganado el juego.
La vida, ya lo sabe, es eso que pasa mientras estamos haciendo planes, mientras estamos echando cuentas, mientras estamos esperando cambios, mientras estamos descontando días. Mientras estamos cumpliendo los plazos, mientras estamos haciendo lo que nos dicen que es correcto, mientras corremos para llegar a las metas que nos imponen, mientras buscamos preguntas para respuestas que no existen. La vida es un ser y no ser nada que decía Rubén Darío, «dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra duran, porque esa ya no siente». Un ahora sin después al que tratamos de engañar con los recuerdos.
La muerte viajaba en un autobús sin frenos el pasado lunes. Los ocupantes del vehículo no lo sabían, y el conductor solo lo supo unos segundos antes de llevarse por delante la vida de cuatro personas, salvando –posiblemente- la vida de los veinte estudiantes a los que nadie les había dicho que esa tarde no iban a encontrarse con la muerte, pero la iban a ver tan cerca, que ya nunca podrán olvidar su olor. Todo lo demás ya da igual. Quiénes fueran los héroes y quiénes los villanos. Dónde estaba usted y dónde estaba yo a esa hora, ese día. Cuántos accidentes ha habido a la salida de un puente que nunca terminó de convencer a los vecinos de la zona, y cuántos se podían haber evitado si el proyecto faraónico no acabase en la puerta misma de El Corte Inglés. A qué velocidad van los coches, los camiones, los autobuses… todo da igual cuando llega la muerte.
La muerte había citado a Maya, sevillana, en la base naval de Nahal Oz, donde cumplía –qué cosas- el servicio militar obligatorio, impuesto por su doble nacionalidad hispano-israelí. La muerte llegó camuflada, como una más de los terroristas –he dicho terroristas- de Hamás que el pasado día 8 decidieron acabar con la vida de más de mil personas. Maya era una de ellas. La muerte, aun le concedió un tiempo para poder despedirse de sus padres: «mamá, estoy bien, estamos a salvo de momento», escribió desde el móvil. De momento cambió todo. Maya tenía 19 años, los mismos que Lola, los mismos que tiene Nikita que salió hace un año de Ucrania y no sabe si volverá algún día a su país destrozado por la guerra, los mismos que ha cumplido esta semana el más pequeño de mis hijos, que sigue creyendo en la inmortalidad, como cualquier adolescente. Así es la vida, decimos, como si verbalizando el deseo pudiésemos cambiar la realidad; y luego, miramos para otra parte, intentando convencernos de que la cosa no va con nosotros.
Y seguimos viviendo. «La vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro - que decía Milan Kundera en 'La insoportable levedad del ser'- Nadie tiene una manual que refleje la forma correcta de vivir. La vida se transita a medida que se va aprendiendo». Lo malo es que nunca aprendemos, nadie nos enseña las reglas para vivir, y mucho menos, para morir. Y por eso la muerte siempre nos sorprende y siempre nos encuentra en el momento menos oportuno, cuando nadie la espera.
Ahora tendría yo que decir aquello de que hay que disfrutar cada momento, largarle la cita de Gandhi «vive como si fueras a morir mañana» o alguna parecida para volver a resetear y poder seguir viviendo. Podría decirle que abrazara a sus hijos, que atrapara cada momento del día, que respirara hondo o cualquiera de esas cosas que decimos para no decir lo que no queremos decir, para ocultar lo que de verdad pensamos, que la vida es una faena. Y que estamos aquí de paso.
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