OPINIÓN

Y en tu fiesta me colé

Lo haremos pensando en mi abuela, en mi padre, en mi madre, y en todos los que lucharon para que votar no fuese solo un derecho, sino un deber

De mi abuela heredé el gusto y el respeto absoluto por los días de elecciones; a mis hijos les hace gracia, claro, porque ellos son hijos políticos de una generación tan desencantada como adanista. Así los hemos criado, y ya no tiene remedio, por mucho ... que yo les cuente lo de mi abuela cada vez que tenemos que ir a votar. Ella, que votó por primera vez a los veintiocho años y ya no volvió a hacerlo hasta los setenta y dos, y que siempre se lamentó porque no pudo votar en las pantomimas franquistas de 1942, 1947 y 1966, por aquello de que con que lo hiciera el cabeza de familia era más que suficiente, sabía de sobra lo que es no poder ejercer un derecho que hoy nos parece un rollo, cansino e inútil en la mayoría de las ocasiones. Porque las cosas, ya se sabe, como el amor, se rompen de tanto usarlas y el uso –más bien el abuso- y sobre todo, la costumbre –la mala costumbre- se han encargado de convertir algo tan importante como es ejercer la libertad y el derecho al voto en un acto, casi, reflejo, que hacemos más por obligación que por devoción. El hartazgo, la sobredosis, y sobre todo, la incierta idea que ha ido calando en la sociedad de que nuestro voto no va a servir para nada, han hecho el resto. Hemos manoseado tanto lo de la «fiesta de la democracia» que ahora, visto con distancia, soy yo también la que me río acordándome de mi abuela, de sus liturgias, de su atenta lectura de los programas electorales, del cuidado con el que escogía su papeleta, de cómo se metía en la cabina y cerraba la cortinilla, y de su orgullo al depositar el voto en la urna. Pero en el fondo, una es lo que es, y viene de donde viene. De un tiempo en el que todavía nos tomábamos en serio estas cosas y pensábamos -lo mismo también éramos un poco adanes- que nuestro voto contaba para algo en las decisiones que tomaran los Gobiernos. Un tiempo, el mío, en el que la abstención suponía un fracaso para la democracia que habían estrenado nuestros padres y que nos habían legado como un tesoro.

Así que soy de la vieja escuela, de la que sigue entendiendo lo de ir a votar como una obligación ciudadana y de las que sigue teniéndole respeto a las urnas y a los resultados de las elecciones, y de las que no entiende que la abstención, la negativa a ejercer el voto de forma deliberada y voluntaria, sea una postura políticamente legítima y responsable. Decía Saramago -no puedo resistirme a citarlo, también hoy- en su Ensayo sobre la lucidez que «el voto en blanco puede ser apreciado como una manifestación de lucidez por parte de quien lo ha usado», claro que el Nobel portugués decía esto hace dieciocho años -los mismos que tiene mi hijo pequeño- y ni siquiera podía vislumbrar en qué se iba a convertir lo que él llamaba entonces lucidez, y por qué caminos nos llevaría la abstención.

La lucidez, esa lucidez, se ha convertido en costumbre. Me sigue sorprendiendo que el último ruego de los candidatos a las elecciones municipales haya sido el de que la gente vaya a votar. No que voten a uno u a otro, ni siquiera sacando pecho por sus siglas o por sus ocurrencias, no. Los candidatos andan preocupados por la abstención, y no es para tomarlo a broma. En nuestra provincial la participación electoral en las municipales va la baja, con un 44,3% en los comicios de 2019 y con unas perspectivas, a día de hoy, no demasiado halagüeñas. «Lo peor -escribía Saramago- siempre está esperando tras la puerta»; y ese pensamiento es el que ronda la cabeza de casi la mitad de la población en edad de votar y de decidir. Más que lucidez, es resignación.

Porque cuando el pastel tiene que dividirse tanto, lo normal es que toquen solo migajas y, si encima, planea la sombra de los pactos -anunciados algunos con la boca grande y otros con la boca muy chica- puedo llegar a entender que la gente normal y corriente no quiera saber nada de las elecciones. Si los candidatos ya anuncian que su objetivo primordial es que no gobiernen otros, ¿de qué sirve lo que los vecinos y las vecinas digan en las urnas? ¿dónde queda el respeto al electorado? ¿para qué molestarse si los pactos están hechos de antemano?

No es nuestro sistema democrático el que está fallando, no, sino el sistema electoral que permite manipular -acépteme el término- la voluntad de la gente con tal de conseguir un sitio en la fiesta, con tal de rellenar la cartilla de baile, o al menos esa es la percepción que se tiene. Y eso es lo preocupante, que han convertido la «fiesta de la democracia» en un reservado privado al que no hemos sido invitados. Ya lo decía Raffaella Carrá -no tengo remilgos en cuanto a mis referentes- «Por eso aquí, tengo yo esta fiesta pero sin ti. Fiesta, qué fantástica esta fiesta…»

Así que, lo siento por ustedes, pero me niego a quedarme sin fiesta, porque yo sí que tengo algo que celebrar hoy. Mi hijo pequeño vota por primera vez, lo que lo convierte, de pleno derecho, en invitado a la fiesta de la democracia, y no pienso agüársela. Hoy iremos a votar los cinco, después de haber meditado el voto, después de haber leído y escuchado a los candidatos, y lo haremos pensando en mi abuela, en mi padre, en mi madre, y en todos los que lucharon para que votar no fuese solo un derecho, sino un deber.

Y luego, que la suerte nos acompañe.

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