Opinión
Feliz Navidad
Todavía no hemos guardado las toallas de playa y ya tenemos encima -nunca mejor dicho- el alumbrado que anuncia la Navidad
Cuando todo era más sencillo, las Navidades comenzaban con los primeros gritos salmódicos de los niños de San Ildefonso. La paga extraordinaria, claro, era la que marcaba en rojo el punto exacto en el que comenzaba la carrera desenfrenada por llenar la cesta y poner ... la mesa. Lo demás, vino después; ya sabe. A los puristas -puristas no sé de qué- les dio por decir que la Navidad comenzaba en la Purísima -será por eso lo de puristas- y que el puente de la Inmaculada era el que daba el pistoletazo de salida.
A partir de ese día se podían visitar los belenes, se ponía la decoración en las casas y hasta se podía ya comer turrón de chocolate, sin cargo de conciencia. Las comidas de empresa tenían aun que esperar unos días, y en torno al quince de diciembre comenzaban a verse grupos de puretones -y puretonas- ebrios por las calles, haciendo profesión pública de algo que no se creían ni ellos mismos: que en el trabajo se hacen amigos.
Al efecto de la llamada, empezaron a proliferar las cenas del gimnasio, del grupo de 'whatsapp' de padres y madres del colegio, las cenas de los amigos, de los vecinos, de la comparsa, de la cofradía… total, que no le quedaban hojas al calendario y la gente empezó a organizarse, 'navideñamente' hablando, a partir de noviembre, justo cuando los supermercados ya estaban reponiendo por enésima vez los estantes de hojaldrinas.
Que la costumbre es más poderosa que la ley quedó demostrado en el momento en que los Ayuntamientos se dejaron deslumbrar por las luces y perdieron la cabeza -'por una cabeza, todas las locuras', que decía el tango- por ser la primera en instalar la decoración extraordinaria -extra ordinaria en la mayor parte de los casos-, que animara las calles, los sentimientos, los corazones y, sobre todo, las compras, que tanta melaza no es buena para el páncreas.
El caso es que, de pronto, nos contaron que hay un viernes negro en Estados Unidos en el que la muchedumbre se tira como loca a las tiendas a hacer las compras navideñas, porque después del pavo del 'Thankgivins' les entra a todos una ganas locas de hacer galletitas de jengibre y ponche caliente y de hacer una escapada a Vermont, donde saben que les caerá una gran nevada y terminarán perdidamente enamorados -o enamoradas- de alguien que regenta un hotelito rural o una panadería tradicional o yo qué sé… que me lío y me embalo porque me pierden las empalagosas películas navideñas de Antena3.
Total, que entre las luces, las campañas comerciales y los Blackfridays ya teníamos asumido que la Navidad comenzaba en noviembre. Así ha sido en nuestra ciudad durante años, y salvo el paréntesis de la era Kichi y sus problemas de conciencia laica -nunca terminé yo de ver la relación entre el laicismo y las compras compulsivas- y proletaria, a finales de noviembre ya teníamos las calles como una caseta de feria.
Cierto es que al alcalde de Vigo se le fue de las manos aquella insistencia de ser el asombro de Damasco navideño y ahora ha convertido a la ciudad en una sucursal de la central eléctrica de Yichang. Desde julio llevan poniendo bombillas en las calles.
Lo mismo ocurrió en Málaga, en Badalona, en Palma, en Torrejón de Ardoz y hasta en Cartes donde presumen de tener el árbol de Navidad más grande del país. Pero esto ya no hay quien lo pare, cada uno con sus cadaunadas.
Ya lo ha visto usted aquí. Esta semana comenzaba el Ayuntamiento a colocar la iluminación navideña, ampliando el número de calles y de voltios de manera considerable. Todavía no hemos guardado las toallas de playa y ya tenemos encima -nunca mejor dicho- el alumbrado que anuncia la Navidad. Todo fuera eso, la verdad.
Ya sabe lo que dice Nicolás Maduro : «Unos tipos con sotana salieron a decir que hay Navidad solo si ellos la decretaban. No, no, señor de sotana, usted aquí no decreta nada. Jesucristo le pertenece al pueblo, las Navidades son del pueblo y el pueblo las celebra cuando quiera celebrar sus Navidades».
Que no venga nadie a decirle cuándo empieza la Navidad, por favor; ni el calendario, ni los tipos con sotana, ni el alcalde de su pueblo. Las Navidades son del pueblo y el pueblo las celebra cuando quiera, por ejemplo desde el día uno de octubre, fecha en la que el presidente -¿presidente?- venezolano ha decretado que «está prohibido aburrirse».
A Maduro se le agota el tiempo, mucho más desde que el Centro Carter, el único organismo internacional independiente que participó en el proceso electoral del pasado mes de julio ha presentado las actas que dan una rotunda victoria a Edmundo González Urrutia. El mundo, el de Maduro, -y el nuestro, para qué vamos a engañarnos- se derrumba y el hasta ahora presidente de Venezuela no tiene nada mejor que hacer que decretar que ya es Navidad. «Nosotros -ha dicho- tenemos que estar en celebración y felicidad, en rumba permanente».
Así que no se preocupe si, de pronto, ve papanoeles colgando de los balcones y se sorprende tarareando el «Todo es posible en Navidad» de Bisbal. Déjese llevar, y cuando vea las barbas de su vecino pelar -soy una refranera- ponga las suyas a remojar. Yo, por si acaso, ya he comprado polvorones y tengo un décimo de lotería. No vaya a ser que la suerte me sonría y me coja en otra parte. ¡Feliz Navidad!