La Hoja Roja
Devociones sagradas
Inténtelo, intente que un navarro le cuente qué son los Sanfermines o que un atlético le diga qué significan los colores rojo y blanco
Mientras no se demuestre lo contrario, o mientras que Alan Musk no encuentre quien le financie sus caprichos, la Inteligencia Artificial, haciendo gala de su apellido, solo está diseñada para procesar información y para realizar tareas mecánicas de manera eficaz, puede que para hacernos ... más cómoda la vida de todos los días y puede que para complicarnos las rutinas, pero no para sentir, porque los sentimientos son tan irracionales y están tan alejados del comportamiento humano que ningún hombre, ni ninguna mujer, serían capaces de programarlos ni diseñarlos de antemano. Esto es lo que más nos asemeja a los animales, la pasión, el deseo, la seducción, las ganas, la furia, la ira, la ternura, la pena, la risa… lo más imprevisible, el asombro que nos convierte en bestias y nos hace esclavos de los sentidos.
Lo difícil, como siempre, es poner letra a esta música que nos hace bailar. Lo difícil, imagino, es poder explicar con palabras lo que no está en la cabeza, lo que se siente más abajo, donde se mezclan el cuerpo y la sangre, donde los sentimientos se hacen comunión sagrada. Inténtelo, intente que un navarro le cuente qué son los Sanfermines o que un atlético le diga qué significan los colores rojo y blanco. Intente que un irlandés le traduzca en palabras por qué son verdes los tréboles o que un chino le desmienta que existen los dragones. Complicado, ¿verdad? La racionalidad humana tiene más de irracional que de humana. Las pasiones no están descritas en ningún mapa, pero todos -de alguna manera- sabemos cómo encontrar el tesoro a tientas, a ciegas, al impulso de un corazón latiendo que anula la parte más reflexiva del cerebro. ¡Qué quiere que le diga! Tampoco sé yo cómo expresar con palabras el milagro que multiplica las noches y los días cuando llega febrero y suenan los nudillos de guerra en los mostradores de la imaginación.
Son esas emociones «sagradas» de las que habla Miguel Ángel García Argüez, la emoción de quien escucha las coplas «desde un país lejano, arrimado a una pantalla», las carcajadas «que se desparraman, y resuenan como una campana cuando estalla un cuplé», la «comunión coplera de una noche en la Alameda», las cosas, en definitiva, «pequeñas y enormes que tú y yo sabemos que le dan sentido a esto», aun sabiendo que esto no tiene sentido. Son los códigos de la tribu, los «secretos de este misterio que nos unen con el lazo más bonito y verdadero». Lo que no somos capaces de explicar cualquier otro día.
Porque cómo explicar que, a pesar de todo, seguimos cantando. No es fanatismo, no es idolatría, ni es pecado. «Usted preguntará por qué cantamos. La patria se nos muere de tristeza y el corazón del hombre se hace añicos», escribía Mario Benedetti, al que tampoco las palabras del diccionario le servían para explicar lo que sí es capaz de hacer el refranero, ya sabe, «quien canta, sus males espanta». Por eso será que cantamos. Por eso será que durante un mes esta nave de los locos no ha hecho otra cosa más que cantar la misma canción una y otra vez. «Cantamos porque nuestros muertos quieren que cantemos», nadie podría decirlo mejor que el poeta uruguayo que nos enseñó que el Sur también existe, le pese a quien le pese.
Y en esta esquinita del sur honramos a nuestros muertos y criamos a nuestros hijos de la misma manera, cantando. Cantando como quien reza, como quien se lame las heridas, como quien hace un conjuro contra los males, contra la tristeza, contra la desesperación de los días negros sobre el almanaque recién estrenado. Nadie dijo que tuvieran que entendernos más allá de nuestro horizonte, ni que tuviésemos que agachar la cabeza pidiendo perdón. Nadie reclamó compasión ni clemencia, ni risas ni aplausos.
Es nuestra manera de hacer nuevas todas las cosas, cada año, en una romería de emociones que no tienen explicación. Es el niño que se aprende un estribillo que ya no olvidará nunca, es la niña que fuerza la garganta como una cuartetera vieja que jamás existió. Son las voces descompasadas del cortejo atávico que despliega sus jóvenes plumas de colores la primera noche sin hora de llegada en los bolsillos. Es la voz de las mujeres que dormían a sus hijos con pasodobles de pena y despertaban a la fiesta con un cuplé de pelo, sin vergüenza ni culpa. Son las voces valientes de los que el miedo les hacía hablar en voz baja, las voces cansadas de los abuelos abandonados por la memoria que sonríen porque nunca olvidaron aquel estribillo que aprendieron cuando eran niños.
Y son dos coloretes imaginarios y un tres por cuatro de mentira, los únicos factores desordenados que no alteran el producto de esta suma de sentimientos multiplicados que nos hace inmortales cada año, cogiendo «una rima por cada esquina, un trozo de serpentina» como el popurrí de esa cantera que, año tras año, se empeña en renovar el voto de la ciudad con sus devociones más sagradas, porque sabe «dónde está el paraíso que prometiste» a estas ovejas rebeldes, dispuestas a volver al redil cuando todo acabe el domingo de Piñata y los sueños de estos días vuelvan a ser las pesadillas de siempre. «Ay mi Cai cuánto te quiero, que envenenas mi pasión y aquí seguimos cantando, que me sobra melodía, Cádiz de quererte tanto. Y si viene un maremoto que me coja aquí cantando».
Esto, y no otra cosa es el Carnaval. Y quien lo probó, lo sabe.