la hoja roja
Coraje navideño
Un reno que vuela con cascos tiene menos credibilidad que el Gobierno de Pedro Sánchez
Mentiría si le digo que este año tenía ganas de Navidad. Entiéndame, de Navidad como la de los anuncios de El Corte Inglés de antes, claro, porque este año lo han complicado todo tanto que, visto lo visto, casi preferiría que mi padre fuese un ... elfo. Qué quiere que le diga, un reno que vuela con casco tiene menos credibilidad que el gobierno de Pedro Sánchez, tal vez por eso, eso es lo que toca en los anuncios navideños; eso y la herencia de Campofrío, que también es para echarle de comer -mortadela- aparte. Pero por no entretenerle con pamplinas retomo mi propósito inicial, ese en el que le decía que este año la Navidad ha venido y nadie sabe como ha sido, y además nos ha cogido con el pie cambiado y el bañador todavía mojado, que a veinte grados la mente no está para imaginar copos de nieve ni ponche caliente -¿hay alguien que tome ponche caliente fuera de las películas de Navidad?- ni burras que vayan hacia Belén cargadas de chocolate.
Estábamos tan pendientes de ver el bosque de facturas y de escalada de precios que diciembre se coló en su casa y en la mía como si nadie lo estuviese esperando. Tanto Twitter, -que se decía antes- que no hemos podido hacer nada contra el almanaque y aquí estamos, la mañana de Navidad, la misma en la que el señor Scrooge disipó todos sus miedos e hizo carne aquello de «para lo que me queda en el convento». Me gusta más el Dickens social que el sentimental. Demasiada melaza para mi páncreas, aunque he de reconocer que, como decía Encarnita la de Las Gabias, a quién no le va a gustar saber que después de una noche de fantasmas y pesadillas, el viejo avaro irá cargado con un pollo a casa de Cratchit y le pagará el tratamiento al pobre Tim, y se reconciliará con su sobrino para siempre. Es lo que tienen los cuentos, que para eso son cuentos y, casi nunca, son verdad.
Así que, incluso sin ganas, imagino una feliz Navidad que como terapia nunca está de más. La Navidad de la normalidad -lo de la nueva normalidad debió perderse por el camino- la han llamado, después de dos años de allegados, desapegados, cierres perimetrales y mascarillas. Una Navidad lo más parecida posible a las de antes, que para este propósito siempre es bueno llegar algo de nostalgia en las alforjas. Hasta la factura de la luz ha querido sumarse a la fiesta de la normalidad, y aunque la cesta de la compra vale su precio en oro, hemos podido encender luces del árbol -hoy, no voy a criticar la iluminación extraordinaria de las calles de Cádiz, que ya le he dicho que estoy haciendo un ejercicio de redención navideña- y hasta la estufa sin miedo a que el fantasma de la electricidad se presente a meternos el miedo en el cuerpo.
Porque ocurre solo una vez al año. Y todos los años, además. Los huecos en la mesa se notan menos si nos apretamos un poco, usted lo sabe, y aunque nadie nos dijo que el camino fuese tan duro, podemos celebrar que hemos llegado hasta aquí, un año más.
No hace falta creer en los milagros cuando hay risas esperando en la puerta. Que no es tan malo dejarse guiar por la ceguera de la fe, qué se yo, por ejemplo en Mr. Wonderful y sus frases motivacionales -sepa usted que me harían vomitar en cualquier otra fecha- que bien pudieran servir como brújula en el mapa de los buenos sentimientos. ¿Qué trabajo le cuesta coger el teléfono y hacer esa llamada que tanto tiempo lleva en el cajón de lo pendiente? ¿Cuánto le supondría pasar la página en el libro de los rencores? ¿Cuánto tiempo lleva intentando resolver esa ecuación de donde caben dos? ¿Qué malo tiene rendirse a la evidencia?
Que no hay situación que no pueda empeorar es el título preliminar de la ley que nunca nos hemos atrevido a aprobar, ni siquiera a debatir. Pero, en el fondo, sabemos que es el único mantra que nos empujar cada mañana a salir a la vida; levante la vista y mire. Ucrania está tan cerca como aquellas trincheras alemanas que dejaron por unas horas de jugar a las bombas en la Primera Guerra Mundial y entonaron un «Noche de Paz» en la misma lengua que sus contrincantes, en la lengua de la Navidad, la única lengua que merece un congreso internacional.
Al final es solo eso. Abrir los pequeños regalos que nos deja esta mañana sin pensar mucho en la que viene. Un recreo en los quehaceres diarios que nos agobian y nos acechan, vistiendo la mesa con las mejores galas, con la herencia que nos dejaron los que se fueron. ¿De qué serviría tanto aperreo si no tenemos con quién compartirlo?
Este año no tenía ganas de Navidad, lo confieso. Pero tampoco tengo derecho a negársela a los míos, ni siquiera a usted. Así que, como penitencia y como regalo, volveré a Dickens y «haré honor a la Navidad en mi corazón y procuraré mantener su espíritu a lo largo de todo el año» . Y ahora que venga la niña de Campofrío a decirnos qué es el coraje, que de eso sabemos mucho por aquí, aunque nos den coraje las navidades.
Venga, hoy no me lo tenga en cuenta, ¡Feliz Navidad!