opinión
La Ciudad Invisible
«Qué suerte la de poder salir de la caverna a «la llamada de febrero», qué suerte la de poder acunar a nuestros hijos con el mismo compás»
Cuando retumba la caverna se caen todos los mitos. Ya no quedan muros ni sombras, y lo que parecían barrotes, «barrotes de mis penas, mi cadena, mi prisión», se convierten, por unos días, en disfraces de libertad, o eso queremos imaginar, y lo imaginamos bien. ... Porque no hay nada más platónico que esto, creer que lo que creemos es mentira y aun así, seguir creyendo, seguir queriendo y renovando, año tras año, la alianza perpetua que nos une a esta condena de seguir siendo esclavos en una ciudad invisible, en la que nos movemos a tientas, a oscuras, porque hace mucho que perdimos el norte, y el sur, y el este y hasta el lejano oeste, para qué vamos a seguir engañándonos.
No todo el mundo tiene la suerte de poder beber en los vasos sagrados en los que el agua se convierte siempre en vino, ni todo el mundo sabe apreciar que, cuando el viento cambia, se secan la ropa y las penas más amargas. Y sabemos que el viento es caprichoso -como casi todo en este rincón del sur del sur-, pero los de aquí somos más caprichosos que el viento y por eso aguantamos más.
Y también sabemos que la caverna retumba, pero solo en Carnaval: «Ay lerelere, que está aquí febrero, ¿qué voy a hacer?», porque el resto del año, la caverna se conforma -y de qué manera- con ser parte del mito. A oscuras, -bueno, a oscuras estamos también en este febrero de ahorro energético y excusas vertebradoras y de tareas mal hechas- y conformándose con saber, si acaso, de la misa la media y mucho es; dejando pasar los días como quien espera algo que sabe que nunca va a llegar. No lo llame indolencia, ni desánimo, ni desganas, llámelo sabiduría genética, sabiduría de viejos. Que en Cádiz no hay mal que mil años dure, pero sí hay cuerpos que lo resistan. Somos así, y no tenemos por qué gustarle a todo el mundo, que esto también lo fuimos aprendiendo en los desconchones de nuestra historia apuntalando las grietas y es, quizá, lo que nos mantiene a flote en mitad de las tempestades.
Si no fuera así, no habría manera de entender esto. Usted lo sabe, y yo también. Una ciudad que se paraliza durante un mes, que durante un mes canta como si no hubiese un mañana, que lamenta su futuro, que recuerda su pasado, que denuncia su presente; que saca a pasear las palabras de todos los días, vestidas de fiesta, enamorando a quien se deja enamorar. Que engaña a su propia suerte y que se acuesta cada noche siendo un esclavo o un prisionero, o un romano, o un brujo y se levanta cada mañana sin saber quién es, y sin importarle demasiado. Una ciudad que aguanta carretas y carretones, porque a capacidad de aguante tampoco hay quien nos gane, que durante un mes reduce sus problemas a la decisión del jurado del concurso de agrupaciones, que solo parece preocuparse por la instalación de la carpa, por dónde cantan estos o los otros, o por lo guapa que ha quedado la bruja Piti -que a mi me da más miedo esta que la fea, la verdad - inclusiva; y que comulga a diario con todas las ruedas de todos los molinos, mientras dura el Carnaval.
Eso sí que me parece un auténtico prodigio. Y es ahí donde siempre he creído que estaba la grandeza de nuestra fiesta. No en lo que se ve, sino en la capacidad de resiliencia -que yo también sé emplear el término cuando me conviene- y la facilidad con la que le damos vacaciones a nuestras preocupaciones del día a día, sabiendo que con las últimas luces del domingo de Piñata se acabará el hechizo y la carroza volverá a ser una calabaza y los blancos corceles volverán a ser ratas asquerosas, y el disfraz de libertad volverá a ser la ropa de la faena de todos los días, y que todos los días volverán a ser lunes. ¡Qué suerte la nuestra!
Qué suerte la de poder salir de la caverna a «la llamada de febrero», qué suerte la de poder acunar a nuestros hijos con el mismo compás, con la misma condena y las mismas cadenas con la que acunaron a nuestros abuelos, qué suerte la de poder decir que no hay antídoto para este veneno, qué suerte la de estar contagiados por este virus que nos da la vida para el resto del año. Qué suerte la de ser parte de este milagro que sigue siendo incomprensible para los que no quieren creer. Porque por mucho que usted, y yo, hayamos abandonado la trinchera del sábado de Carnaval -casi también la del domingo- y hayamos cedido el terreno a los que vienen a conquistar la ciudad, hay una ciudad invisible que mantiene encendida la ofrenda que hicieron nuestros mayores, que remueve en un caldero «Camarones y burgaillos, una espina de caballa, un puñao de papelillos, el pendón de Puertatierra y el salitre de la mar»y que conjura sus males cada año, cada febrero, cada Carnaval.
Luego volveremos a la caverna, sí, y volveremos a ponernos los grilletes y la venda en los ojos y a creer lo que nos digan, y a obedecer. Y desde abajo veremos las luces y pensaremos que solo son sombras y volveremos a contar los días que faltan para romper las cadenas «como se rompe un cristal», a lamentarnos. Pero eso será luego. Hoy no es mañana, nunca lo olvide. Y es Carnaval. Que retumbe la caverna.
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