La ciudad no es para mí
Los supermercados con apellido inglés salen al encuentro de los que llevan la banda sonora de los 'trolleys' incorporada
Primero aparecieron las lavanderías, tan tímidas al principio que parecían no encajar en la ciudad de la ropa soleada y tendida en las azoteas; tan descaradas luego que se atrevían a ocupar las calles más señoriales -me encanta lo de llamar señoriales a las calles – ... de la ciudad, anunciándose con su perfume barato de suavizante industrial. ¿Para qué querremos en Cádiz tantas lavanderías? decíamos, conservando aún en la memoria la imagen sofocante de la lavandería Europa, convertida ya en un solar con vocación -quién sabe- de convertirse en apartamentos turísticos, como tantos otros.
Luego fueron las colas en El Manteca. Las largas colas de peregrinos provistos de sus sagradas escrituras en forma de guía de viajes, -vi una cosa muy parecida e igual de cateta en Florencia, ante un almacén de bocadillos de mortadela- que repetían como un mantra cosas como «papel de estraza» o «chicharrones especiales» y que aguantaban horas de pie para conseguir la tan ansiada «tortita de camarones» con cuyo recuerdo regresaban a la Meseta exhibiendo un orgulloso «yo estuve allí». A nosotros nos daba igual, porque sabíamos que El Manteca, como el dinosaurio de Monterroso seguiría allí cuando despertásemos de la pesadilla del turismo; del mismo turismo que aplaudía en La Caleta o en Cortadura las caprichosas despedidas del Sol cada anochecer. También nos daba igual; hasta nos hacía gracia, porque aquí sabemos que los mejores atardeceres son los de primavera cuando el horizonte se pone tan rosa en la Alameda.
Llegaron, más tarde, los supermercados con apellido inglés, «express», «fresh», «market» situados estratégicamente para salir al encuentro de los que llevan la banda sonora de los «trolleys» incorporada, exhibiendo sus descaradas ensaladas de plástico -por dentro y por fuera -, detergentes, dentífricos y comida precocinada… es poco útil para hacer la compra diaria, decíamos, pero también nos daba igual, porque seguíamos yendo a la plaza; aunque eso era antes, claro, de que los puestos de fruta, de verdura y de recova se convirtieran en delicatessen de plato de plástico y postureo de «quedamos en el gastronómico». Por ahí sí que no pasé, la verdad. Me daba, me sigue dando, fatigas tomarme una cerveza al lado de donde compro el atún o los boquerones, pero pensar que «hay gente pa tó», me consolaba.
Un día me dio por contar cuántos edificios de apartamentos turísticos con nombre extravagante y pretencioso había de mi casa a mi lugar de trabajo -apenas cuatrocientos metros y menos de cinco minutos andando -y me perdí entre mis recuerdos y mi asombro en cosas como suites, casa palacio, o palacio suites, donde no hace mucho había aun familias con niños, que tendían en las azoteas, que compraban en el mercado y que pasaban la tarde en la playa hasta que se apagaba el sol, sin aplausos y sin fotos. Y no es que me moleste, la verdad, porque si en la guerra cualquier boquete es trinchera, es lógico que en nuestra ciudad, cualquier bujío se convierta en un apartamento con encanto, porque, al fin y al cabo, de algo hay que vivir. Si no, que se lo pregunten a todas esas mujeres -lo siento, pero son mujeres en su mayoría – que recorren cargadas con bolsas de rafia llenas de toallas y sábanas las calles de Cádiz en busca de la lavandería y esperan hastiadas hasta que las secadoras vomitan, de nuevo, toallas y sábanas limpias para que los de los trolleys sueñen plácidamente, después de haber aplaudido al Sol y de comerse una tortita de camarones en El Manteca, antes de volver a sus rutinarias vidas laístas.
Ya le digo, no me molesta -o al menos no me molesta tanto como otras cosas-, pero siento, y mucho, que estamos vendiendo el alma de nuestra ciudad a un diablo que hoy viene disfrazado de turismo y mañana sabe Dios de qué vendrá vestido. Y, téngalo en cuenta, no le he hablado del comercio ni de la poca gente que quedamos por aquí, porque de eso no tiene la culpa el turismo. El turismo, usted lo sabe, es un gran invento -que ya lo dijo Pedro Lazaga y lo corearon las Bubby Girls -chabadabada-, pero una cosa es el turismo y otra muy distinta la turistificación, sobre todo porque cuando se roba el corazón de las ciudades, la sangre ya no sabe por dónde tiene que circular y eso es lo que nos está pasando en Cádiz.
Desde el pasado mes de noviembre el Ayuntamiento de Cádiz cuenta con una ordenanza que regula la implantación de pisos turísticos en suelo residencial para garantizar el equilibrio entre los vecinos -y las vecinas – y los turistas, para que el crecimiento desorbitado de los apartamentos vacacionales no suponga una amenaza al derecho de la gente de Cádiz a vivir en su ciudad. No sé si la ordenanza se cumple, pero desde noviembre se han seguido inaugurando bloques de apartamentos turísticos, de los legales, quiero decir y se han seguido cerrando puestos en el mercado a un ritmo vertiginoso. Es muy peligroso lo de ceder tanto espacio al turismo.
A ver si se enteran de que la calle de la Palma no vomita caballas y de que la gente de Cádiz no somos personajes de un parque temático que salimos cada tarde en una cabalgata para que los visitantes vean lo felices que somos y lo bien que se vive aquí, y después lo vayan contando a sus amigos.
Y de paso, a ver si enteran de que el Sol no se pone siempre a la misma hora, por mucho que le aplaudan antes de tiempo.
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