Hoja Roja

De cero a cien

El caso es que lo del acelerador es algo que viene perturbando desde que cambió el equipo municipal

Yolanda Vallejo

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Parece que no hay duda –aunque tampoco certeza- de que la canción de este verano tiene un nombre tan simple como inversamente proporcional al número de reproducciones que en las últimas semanas la han alzado al pódium de los hits veraniegos. Ya no es como antes, es verdad, y la sombra de Georgie Dann sigue siendo alargada para los que crecimos entre chiringuitos y barbacoas, pero la canción del verano aún conserva ese aire festivo de feria del pueblo de los abuelos. «El tonto» de Lola Índigo y Quevedo forma ya parte de la historia de este 2023 tan improvisado.

Usted lo sabe, como yo, porque suena por todas partes y porque no hay quien entienda la letra por mucho que la firme Quevedo –no confundir con el conceptista- y se recree en el eterno tema del despecho al que solo ha sabido sacarle rédito Shakira, por aquello de que son las mujeres las que facturan. El caso es que, más allá del mensaje, de la calidad y de la cualidad interpretativa, la canción del verano, de este verano, tiene un nombre demasiado evocador como para no tenerlo en cuenta, porque hemos pasado de pantalla y ya parece que «tonto» no es tan incorrecto como nos parecía hace unos años.

Le cuento esto porque llevo días pensando en otra canción veraniega, con siete trienios a sus espaldas, que también podría ser la de este verano, porque va de improvisaciones y, sobre todo, de acelerones. La cantaba el hijo del Fary –y lo digo así, porque seguro que de Javi Cantero se acuerda usted menos que de Carolina Bescansa y su niño, que ya estará a punto de hacer la comunión- y, a día de hoy, no pasaría ninguno de los filtros de las pantallas de los observatorios de género. «Cuanto más acelero, más calentito me pongo», decía entre otras lindezas del tipo «soy el primer buitre y me encuentro hambriento» cuando veía a «la piba de mis sueños». En fin, no me voy a poner exquisita porque, ya se sabe, se empieza por ahí y se acaba cuestionando a los «Cantajuegos» y a la «Patrulla Canina» como si fuésemos Teresa Rodríguez.

El caso es que lo del acelerador es algo que viene perturbando desde que cambió el equipo municipal. Que sí, que lo del SloMo era prácticamente una forma de vida asentada en nuestra ciudad cuando llegó el cambio, que el dolce far niente era algo más que una manera de hacer política y que nos habíamos acostumbrado a que todo fuese lento, lento, lento, cuando iba, claro. Porque sabíamos que «si no sana hoy, sanará mañana» y sabíamos que siempre había a quién echarle la culpa, principalmente a la pandemia y a sus restricciones o al convenio regulador de cualquier colectivo. Primero quitaron a la policía de la playa, pero yo no dije nada porque no soy policía, luego desparecieron los toldos de san Juan de Dios, pero yo no dije nada porque ni soy toldo ni tampoco uno de los derretidos artesanos que se sacrificaban por la salud de las palmeras… prácticamente vivíamos viendo cómo desaparecían cosas, con el temor de que se hiciera carne aquello de «luego vinieron a por mí», que decía el poema de Martin Niemöller, y que no hubiese nadie para darse cuenta.

Y ahora, qué quiere que le diga, no doy abasto con tanto acelerón. En dos meses parece que aquellas ecuaciones sin solución comienzan a despejarse y que todo en esta ciudad ha cogido ritmo, un ritmo casi vertiginoso. La limpieza de las calles y las playas, los contenedores de residuos, las terrazas, los toldos de san Juan de Dios, el arreglo de las murallas, el anuncio del beach club, el estudio de posibilidades del castillo de San Sebastián –otra vez-, y la sensación de que si antes no se hacían las cosas era, quizá, más por falta de ganas que de solvencia. No lo sé, pero ir de un extremo a otro en tan poco tiempo, acelerar de cero a cien en cuestión de segundos, me está dando mareos.

Ya ve, la semana pasada tuvimos noche abierta del comercio, Shopping Night, carnaval de verano y procesión de Santa Marta –no la organizaba el Ayuntamiento, pero no me resistía a no mencionarla, sobre todo para los amantes del racaraca- y este fin de semana se celebra el Trofeo Carranza, en versión algo más que minimal, y vuelve el Mercado Andalusí –no me haga opinar del mercado andalusí, que estoy últimamente muy zen- para animar las ya de por sí animadas calles del centro de Cádiz.

Y es cierto que, igual que son pegadizas y pegajosas las canciones del verano, también se contagian las emociones y los sentimientos. Por eso, parece que nuestra ciudad se está despertando de una siesta de ocho años y, se está despertando con ganas.

Y no crea usted que lo aplaudo del todo, aunque pueda parecer una contradicción esto que le estoy diciendo. Verá. Con tanto acelero, se están acelerando las obras en Cádiz.

Vuelve el andamio, señores, y lo digo con conocimiento de causa.

Enfrente de mi casa deben estar construyendo el valle de los faraones, con la misma maquinaria y, casi, la misma técnica que utilizaba Yul Brynner en Los diez mandamientos; es decir, al grito de «eeeeeeeeeeeeeehhhhhhhh» y al ritmo frenético de la hormigonera desde las siete de la mañana. Salen y entran escombros, ladrillos, tuberías de gran calibre, constantemente y los obreros de la construcción –ay, los obreros de la construcción- ponen la banda sonora de toda la calle. Llevo días escuchando que cuanto más aceleran más calentitos se ponen.

Yo me estoy aprendiendo la canción de Lola Índigo y Quevedo. A ver quién puede más.

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