HOJA ROJA
Cuando las barbas de tu vecino
Pero no hay que perder de vista algo muy importante, todo lo que pasa en Norteamérica termina pasando aquí
Melania Trump ha escrito un libro. Dicho así no tiene ningún mérito porque todo el mundo escribe libros, todo el tiempo. Tampoco es nada nuevo, Cicerón ya lo advertía hace dos mil años: «Estos son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus ... padres y todo el mundo escribe libros». Siempre han sido malos tiempos para la lírica, pero siempre queda un rato para la épica y para la epopeya porque siempre andamos necesitados de lecturas edificantes y de héroes, aunque tengan los pies de barro -y no, precisamente, por haber estado echando una mano en las zonas afectadas por la DANA- y la cabeza llena de pajaritos. Melania Trump no ha hecho nada distinto a lo que ya hicieran otras primeras damas norteamericanas desde Eleanor Roosevelt, que comenzó a escribir su autobiografía en 1937 y la terminó poco antes de su muerte, hasta Michelle Obama, pasando por Jacqueline Kennedy, Hillary Clinton o Laura Bush. Todas ellas publicaron su vida y milagros, algunas con mayor y otras con menor fortuna. Melania, con su libro, ya es número uno en ventas -sobre todo en grandes almacenes y polígonos comerciales- y su marido-presidente así lo hizo saber al mundo la noche en la que «Make America Great Again», pulverizando a la demócrata Kamala Harris, que, por si las moscas, también había escrito un libro contando su verdad.
Se lo dije al principio, todo el mundo escribe libros, todo el tiempo, pero nadie los lee, y así nos va. En general, nadie lee nada, claro, o solo lee lo que el algoritmo le sirve en bandeja y, a ser posible, ya triturado por las redes sociales o los grupos de WhatsApp. A mí me fascina cuando la gente dice «he leído en Facebook…» como si el juguete de Mark Zuckerberg fuese el Boletín Oficial del Estado, pero no los culpo. Cada uno se informa como quiere, como puede, o como sabe.
Algo así ha pasado en Estados Unidos, usted lo sabe. Porque si uno se para a pensar que millones de personas han dado su voto de confianza a un candidato que ha dicho que su rival política -el anticristo- «es una vicepresidenta de mierda», que en Springfield los inmigrantes «la gente que ha llegado se está comiendo a los perros, a los gatos, a las mascotas» y que llevaba en su candidatura a tipos diciendo que «hay una isla flotante de basura en medio del océano en este momento. Creo que se llama Puerto Rico», que los judíos son tacaños y que a los latinos «les encanta hacer bebés», se le ponen a uno los pelos de punta. Aun así, los latinos, los judíos, y hasta los Amish han respaldado la candidatura de Donald Trump, que vuelve a la presidencia de los Estados Unidos, envuelto, incluso, en un halo mesiánico tras dos intentos de atentado fallidos. Lo dice Melania en su libro: «creo que algo velaba por él. Es casi como si el país de verdad lo necesitara». Y es que Trump es un salvapatrias de manual, de libro. El rey que pedían a gritos las ranas de la fábula de Esopo.
La victoria de lo excéntrico siempre se produce por la tibieza del perdedor. Eso lo sabemos todos, aunque nos cueste reconocerlo, no gana siempre el mejor, sino el menos malo. Y los estadounidenses han creído que el líder republicano era menos malo que la propuesta continuista de Joe Biden, que, para colmo de males, era una mujer afroamericana, de ascendencia india y de modales woke, que traducido resulta aquello que nosotros llamábamos «políticamente correcta». Y digo para colmo de males -no me malinterprete- porque, si algo se sabía, es que los yanquis no iban a votar, bajo ningún concepto, a una mujer como presidenta de los Estados Unidos, que para eso sí que son tradicionales, de las tradiciones rancias, quiero decir.
Desde este lado de la frontera es muy fácil opinar. Es muy fácil decir «están locos estos norteamericanos», «no saben lo que han votado», «es un horror», «cómo no se dan cuenta»… sin pensar que estas son las normas de la democracia -que no es el mejor de los sistemas, sino el menos malo- y sin tener la más mínima consideración hacia la memoria histórica de nuestro continente, donde tenemos un historial bastante impresentable de gente que llegó al poder de la manera más democrática posible y apoyado de manera entusiasta por los mismos colectivos contra los que iban sus políticas. Que sí, que Trump tiene en su programa «la gran deportación» de inmigrantes, la construcción del muro en la frontera con México, la autarquía, la derogación de los derechos LGTBI y la condena al aborto, pero nadie les ha puesto un puñal en el pecho a los que lo han votado.
Y es que el conflicto no está ahí. Nos pasa lo mismo que a los niños del informe PISA, que no sabemos resolver los problemas porque no entendemos los enunciados -que leemos poco, insisto- y porque todavía no nos hemos enterado de que hay que adaptar la realidad a la ideología y no al contrario.
No sé yo cómo andarán de cabeza los jóvenes norteamericanos, pero lo que sí sé es que Donald Trump tiene 78 años, Biden 81 y Kamala Harris acaba de cumplir 60 años. No es edadismo, es, simplemente, la realidad. Los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos tienen, como poco, edad de tener la tarjeta dorada de Renfe, de solicitar los viajes del Imserso o de estar en el aula de mayores de cualquier universidad. Seguramente la juventud los ve como ya, casi, me ven mis hijos a mí: como una marciana.
Pero no hay que perder de vista algo muy importante, todo lo que pasa en Norteamérica termina pasando aquí. Aun Begoña Gómez no ha escrito un libro, eso es cierto, pero cuando las barbas de tu vecino veas pelar, hay que ir pensando en el remojo. Por lo que pueda pasar.
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