Javier Rubio - CARDO MÁXIMO
Vida televisada
Cada acontecimiento es una recordatorio de mi propia existencia
A menudo, cuando éramos chicos, jugaba con mi hermano a hacer memoria del primer acontecimiento deportivo que recordáramos de nuestra más tierna infancia. Como es mayor que yo, él se remontaba siempre al Mundial del Brasil de Pelé, Jairzinho, Tostao y Rivelino abrumando a Italia en la final mientras yo tenía que conformarme con los oros relucientes sobre la pelambrera pectoral de Mark Spitz en la piscina de Munich 72. A partir del Mundial de Alemania y el duelo inolvidable entre Cruyff y Beckenbauer en la final en el Olímpico de la capital bávara un día de San Fermín de 1974, compartimos recuerdos ambos. Desde entonces, puedo rememorar —con algunas lagunas— todos los mundiales de fútbol, eurocopas y juegos olímpicos disputados. Cada uno de ellos como un recordatorio de mi propia existencia, subrayando siempre el verano, ese tiempo de asueto que se extendía interminable desde el último examen hasta las primeras lluvias del otoño. Recuerdo con precisión dónde ocurrió cada cosa, no en la vida real sino en la retransmitida en directo a la que yo me incorporaba como espectador virtual: el astronauta sobrevolando a reacción el estadio de Los Ángeles, a las tantas de la madrugada, en el chalé de mi tía en Matalascañas; el 5-1 a Dinamarca de Querétaro, por ejemplo, sacando sábanas blancas por el balcón de una pensión de la Gran Vía de Madrid; el codazo de Tassotti a Luis Enrique del Mundial de EE.UU., en un chiringuito de playa en Ayamonte; la Francia de Zidane merendándose al Brasil de Ronaldo en el salón de casa la víspera de convertirme en padre…
Pero si echo la vista atrás, la mayor parte de esa vida propia que he vivido de la mano de los acontecimientos televisados está irremediablemente unida a una redacción de periódico. Casi siempre de noche. Incluso muy de noche. Desde el duelo Johnson-Lewis de Seúl, literalmente a los pies de la mesa del director en un despacho a rebosar de un periódico que desapareció de la historia como el velocista canadiense hasta el abrazo inolvidable con el vigilante y los dos últimos redactores de guardia justo en el momento en que la volea de Iniesta nos daba el Mundial.
Sólo el tiempo me ha hecho descubrir que la vida no está en esas retransmisiones televisivas de las que guardo fiel memoria. La vida está en esas 140 familias que acuden cada semana a Cáritas de la parroquia de San Benito como señalaba con su proverbial acento social el minucioso reportaje de Cristina Aguilar Jaenes de ayer. La vida está en los 10.300 alumnos sevillanos que hoy empiezan a examinarse de Selectividad como Pilar García retrata con precisión y pulcritud hoy en estas páginas. La vida está llena de desgarros y agonías que nunca merecerán un minuto en la pequeña pantalla y que sólo se convertirán en hitos para la memoria individual. La vida está en esas historias menudas y fragantes como violetas que crecen en las cunetas del camino mientras el televisor va arrancando una a una las hojas del calendario.