Javier Rubio - CARDO MÁXIMO
Serán ceniza...
El tránsito definitivo se ha convetido en una suerte de competición de excentricidades
Los antiguos, ya sean nuestros abuelos o nuestros padres, tenían tal acendrado sentido del ridículo que nada ni nadie los hubiera hecho bailar al ritmo de la «zumba zombie» (ritmo frenético medio descoyuntado adornado con movimientos propios de muerto viviente, en libre traducción simultánea para que nadie se me pierda) sudando la gota gorda en el gimnasio en vísperas de la fiesta de Todos los Santos. Hasta ahí podían llegar. Había en ellos una dignidad y un porte que no se dejaban arrebatar ni en vida, ni por supuesto a la hora de morir, por descontado, el trance más trascendental de nuestras vidas tanto si se cree como si no en la vida eterna y la resurrección de la carne. En términos físicos, diríamos que se trata de una singularidad espacio-temporal; en términos diplomáticos, un punto de inflexión en las relaciones; y en términos políticos, la decisiva línea roja más allá de la cual no hay posibilidad alguna de transaccionar el acuerdo o el desacuerdo con la moción debatida: que no hay más que hablar, vamos.
Fuera como fuese, tenían conciencia de su propia dignidad aun después de muertos. Antes de que la fotografía se convirtiera en el arte de lo banal y de lo accesorio que ha llegado a ser, muchas familias optaban por congelar la imagen de sus seres queridos con una única instantánea de ellos, precisamente la captada después de amortajados. Si se me permite el humor negro, se trataba de un excelente recurso para evitar que el movimiento de los retratados arruinara la impresión del daguerrotipo, entonces tan gravoso como para asegurar el disparo.
Naturalmente, todo esto se ha ido ya por el desagüe de las costumbres. Y el tránsito definitivo se ha convertido en una suerte de competición de excentricidades que tienen su escalón último en la manera de hacer desaparecer de la vista de todos el cadáver. La instrucción del Papa que el martes presentó el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe viene a recordar ese poso de dignidad, inembargable para los creyentes, en el despojo humano que constituyen los restos mortales. La cascada de tonterías y ridiculeces ha llegado hasta el punto de comerse literalmente las cenizas en una suculenta tarta lo que nos devuelve al claro del bosque donde comenzaron a afianzarse los clanes de cazadores antes de la revolución neolítica como nos susurra al oído Marvin Harris: «A menudo, una vez consumido por las llamas el cuerpo del difunto, se recogían sus cenizas y se guardaban en recipientes para ingerirlas posteriormente».
En la mayoría de los casos, detrás del gesto de esparcir las cenizas en la orilla o desde lo alto de una montaña ni siquiera hay un gesto consciente de inmanencia panteísta —que es en el fondo lo que quiere corregir la instrucción papal— sino de ridícula proyección de los propios deseos en el cuerpo sin vida del finado, que ya no puede quejarse por nada. Ya lo dijo el poeta: «serán ceniza, mas tendrán sentido».