Alberto García Reyes - LA ALBERCA

La obra faraónica

Ayer se cumplió medio siglo de un éxtasis en el que un mito se rompió la muñeca toreando

ALBERTO GARCÍA REYES

LO escribió el doctor Leal Castaño en un parte médico que acabó siendo la mejor crónica de aquel disloque. Curro se partió la muñeca, se descoyuntó la mano, se machacó el piramidal para entronizarse como Faraón llevando a su compás los hocicos de los urquijos, esculturas griegas de ese animal mitológico que halló aquella tarde a su dios. No hay arte que no exija dolor. Ni sufrimiento que no se cure con el éxtasis de una obra suprema. Dicen que Romero hipnotizaba a los toros. Yo creo que era una narcosis recíproca. Los toros suyos, los que embestían por soleá y ligaban los tercios sin levantar la cabeza, también lo anestesiaban a él. Y aquella tarde que yo sólo conozco por el hablar de la gente, aquella de la Cruz Roja que no vi porque todavía me quedaban once años para nacer pero que he vivido en los labios y en las lágrimas de mis ancestros, el niño de la Andrea se trituró la muñeca para componer una obra a la altura de la Piedad de Miguel Ángel, las Meninas de Velázquez, los Girasoles de Van Gogh, las sinfonías de Mozart, las seguiriyas de Manuel Torre, el romancero de Lorca o las rimas de Bécquer. Yo no hablo de las ocho orejas porque la historia del arte no se mide con trofeos. Farruco, uno de los mejores bailaores de todos los tiempos, solía entregar una tarjeta que decía: «Antonio Montoya Flores, Farruco. Bailaor flamenco. No ha ganado ningún premio». Oooooole. Los premios sólo importan a los que cuentan las cosas, no a los que las viven. Por eso hablo de ese misterio currista que está más allá de los fetichismos, de un mito que no recuerda qué vestido de luces llevaba el día de su gloria, pero que no olvida el soniquete con el que embestía «Lentisco», el urquijo que se metió en la cintura con su capotillo mientras la muñeca derecha le bailaba en las esclavinas. Hablo de un hombre legendario que no tiene nostalgia del éxito, sino de la excelsitud estética, un hombre que acristala sus ojos de cielo cuando rememora un lance de levitación con esa palabra lenta con la que mide también las distancias exactas de la conversación. Hablo de un caballero que hace cincuenta años definió el concepto de pureza. Allí halló los avíos que necesitaba su sensibilidad y con ellos hizo un tratado de belleza que no ha podido modificar nadie todavía.

Nadie sabe cuántas vetas de mármol desechó Miguel Ángel en su taller hasta que dio con la Piedad. La única diferencia con Curro es que su taller fue un ruedo a la vista de todos. Descartó muchos toros a lo largo de su vida, aun a riesgo de ser atormentado por las almohadillas, buscando el pliegue insuperable, intentando acechar el más alto confín de la emoción, y renunciando siempre al fraude de la firma. Él nunca vendió faenas al por mayor. Sólo rubricó aquellas en las que se había sentido fuera de su cuerpo, gravitando en un espacio donde los toros vuelan a ras de suelo y sus muñecas danzan sobre lápidas para escenificar que el arte sumo, el inmaterial, el que está más allá de nosotros, no sólo vence al dolor, sino a la muerte. Ayer ese evangelio cumplió medio siglo. Y un romance colosal de Antonio Burgos —perdonen que me recline— lo pregonó como lo que es: la gran obra faraónica de Sevilla.

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