Manuel Contreras - PUNTADAS SIN HILO
EL REY NEGRO
AL principio pensó que eran los de Inmigración. Habían aparecido por el centro de acogida de repente, con caras circunspectas, y se habían metido directamente en el diminuto despacho del director. Les miraba con disimulo desde lejos, y les veía dialogar mientras señalaban a los cuatro o cinco africanos que en ese momento estaban en la sala. Cuando salieron de la oficina y se dirigieron hacia él tuvo la intuición de que allí terminaba su búsqueda de un futuro digno. Cinco meses de tortuoso viaje desde su país y apenas dos semanas en la anhelada Europa: mal negocio había hecho invirtiendo los ahorros de toda su familia en un viaje desesperado e incierto.
Sin embargo, aquellos tipos le saludaron con una sonrisa cordial. Le estrecharon la mano, le dieron palmaditas en la espalda y le hablaron con amabilidad. Su precario español apenas le permitió entender algunas palabras pero, tal y como le habían recomendado los compañeros más veteranos del centro de acogida, les replicó asintiendo sonriente y repitiendo «claro amigo» y «muchas gracias». Aquello no parecía una deportación, pero cuando horas más tarde fueron a buscarlo y le metieron en un coche se maldijo por no haber huido esa misma mañana a los campamentos en los que malvivían otros africanos, más allá de los plásticos que rodeaban a aquel pequeño municipio costero.
Le llevaron a un edificio grande en cuya puerta distinguió una bandera que no conocía, otra de España y otra de Europa. Esperaba dar con sus huesos en un calabozo, pero de nuevo le esperaba un grupo de personas que volvieron a saludarle con sonrisas. Estaba tenso y actuaba con recelo; solo se relajó al distinguir a dos miembros de la ONG que le había atendido cuando la patera llegó a la playa. Y entonces se llevó la sopresa más grande de su vida.
Le vistieron con ropajes lujosos, le colocaron un turbante con plumas y le hicieron fotos con dos reyes europeos. Le subieron a una carroza de oro con un séquito de niños y le dieron dos bolsas llenas de juguetes. Le sacaron a la calle y la gente, la misma gente que le miraba con desprecio unos días antes, empezó a aclamarle. Le aplaudían y elevaban los brazos hacia él. Los niños le miraban fascinados, y desde sus entrañas le subió un deseo feroz de que sus hijos pudieran estar allí, viéndole. Empezó a repartir caramelos y regalos, no solo porque le instaban con gestos a ello, sino también porque necesitaba expresar su gratitud.
Pero cuando acabó el cortejo todo se desvaneció rápidamente. Le bajaron del trono, le quitaron el traje y le dieron un bocadillo. Allí ya no había fotógrafos, y le sacaron tan rápido que no pudo coger ni un camión de plástico que había reservado para él, quizás con la vaga esperanza de mostrarlo algún día a sus hijos, quizás para convencerse a sí mismo de que todo aquello no había sido un sueño. Al llegar al centro de refugiados un empleado le extendió un sobre a su nombre con el logotipo de un Ministerio. No entendió el contenido, pero dio por hecho que aquel papel no era ningún título de rey.