Javier Rubio - CARDO MÁXIMO

Lobos esteparios

Despojada de cualquier arquitrabe, la barbarie desatada se ve mejor como la decisión individual de su autor

JAVIER RUBIO

Fue el mismo verano de «El tambor de hojalata» y «Pantaleón y las visitadoras», más lo que cayera de Faulkner o de Historia. Al año siguiente de Borges. Eso sería a mediados de los 80, cuando las tardes eran igual de calurosas que ahora –o más, porque el aire acondicionado era un lujo inabordable– pero había menos distracciones: no sonaba el teléfono, no te llegaban mensajes de ningún grupo, no tenías que atender el correo electrónico… y sentarse a leer era un placer que experimentábamos con delectación durante horas sin ninguna interrupción. «El lobo estepario» de Herman Hesse era un clásico de la adolescencia y tenía seguidores que lo defendían a muerte frente a los que se declaraban partidarios de «El guardián entre el centeno» de Salinger. Sí, entonces los zagalones éramos, comparados con los de ahora, tan aburridos que hasta discutíamos de literatura. Pero no era de literatura de lo que quería hablarles. Al menos, el protagonista de Hesse caía en la depresión y se quedaba a las puertas del suicidio, pero no se sentía tentado de arrollar con un camión a la multitud o de acuchillar a los pasajeros de un tren gritando loores a su dios.

Por extraer algo positivo de ambos terribles sucesos con decenas de víctimas es que precisamente la intervención de lobos solitarios radicalizados en un breve lapso de tiempo a través exclusivamente de lecturas y la contemplación de vídeos de adoctrinamiento circunscribe la responsabilidad de los ataques indiscriminados –ahora nos damos cuenta de lo que hemos abusado de la vacía definición de terrorismo– al sitio del que nunca debieron salir: el fuero interno de cada individuo. Despojada de cualquier arquitrabe de organización, método o militancia activa, la barbarie desatada se ve mejor como la decisión individual de su autor, un lobo estepario que decidió actuar en solitario encomendándose únicamente al diablo. Porque en el fondo se trata de eso: tanto el camionero francotunecino de Niza como el refugiado afgano de Baviera pisaron la línea que separa el Bien del Mal con plena conciencia de lo que hacían y se adentraron en el terreno prohibido para hacer daño a sus semejantes. Por eso nos resulta tan complicado darles réplica, salvo que queramos instaurar el crimen de pensamiento que George Orwell acuñó en su «1984». Lo que sí está en nuestra mano es cortar el suministro nutricio de odio que convierte a inadaptados sociales en sujetos peligrosísimos fuera de control. Ahí es donde tenemos que perfeccionar nuestros sistemas de persecución del delito contra quienes los instigan.

Al fin y al cabo, a los que leíamos «El lobo estepario» de Hesse no nos dio nunca por matar a nadie, todo lo más negarle el saludo a los vecinos en la escalera sin cederles el paso a las viejas en el descansillo. El nihilismo se agota en sí mismo: su propia espiral autodestructiva acaba con él antes o después. El camino hasta su final, eso sí, será todavía muy doloroso.

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