FRANCISCO ROBLES - NO DO
LA HORA DE MARMOLEJO
A la hora en la que duermen los sueños y la ciudad está sola, que no vacía. A esa hora en la que nadie mira los relojes apagados. Cuando las azucenas de la Giralda se confunden con la bruma leve que le pasa el paño de la madrugada al metal altísimo. En ese instante la ciudad, tan esquiva como equívoca, celebró el centenario del nacimiento de uno de sus hijos predilectos y ya olvidados. Un orfebre que heredó la labor de aquellos fenicios que enterraron su sabiduría en el cerro del Carambolo. Un enamorado de ese brillo flamígero que deja en el aire el amargo don de la Belleza.
Fernando Marmolejo cumplió cien años cuando Ella quiso. Cuando la bajaron de la peana y la dejaron asomada al balcón de la malagueña del Mellizo. Toítas las noches te espero, le decía la Muchacha de San Gil al albañil de plata que le alicató su camarín. Desde la baranda lo buscaba con ese entrecejo fruncido que en ese momento no era de dolor, sino de atención. Quería mirarlo a la cara para decirle lo que siempre se calla. La que cumple diecinueve años en la décima inmortal de Caro Romero –otro orfebre– tiene tantas cosas que decir, que todavía no ha arrancado a hablar. ¿Hay alguna lengua más hermosa que el silencio, querido Joaquín?
A esa hora en que los coches son caballos sin vapor y los semáforos hablan entre ellos con guiños inútiles para los conductores que no existen. A esa hora de cuerpos abrazados al calor de las sábanas que aún no son la mortaja que nos espera. Cuando la bajaron para que tocara el suelo de humedad y reuma, de artrosis quebrada en las piernas de las mujeres que al amanecer irán a buscarla para mirarse en el espejo de su hermosura íntima. Ahí celebró Marmolejo su centenario. Sin loas ni alabanzas. Sin discursos ni medallas. Con la puerta del cielo que salió de sus manos y de su ingenio enmarcando esa eterna juventud de la Esperanza que se burla de los siglos y desdeña las hojas barberas de los almanaques.
Su hijo, el que lleva el nombre del padre, fue testigo de excepción. Porque a esa hora no estaba girando la tierra, ni se desperezaban los planetas con la primera luz del sol, ni la luna buscaba la redondez láctea del plenilunio que este año coincide con el momento del parto. A esa hora indefinida, sin arena ni cronómetros que nos marcaran el fluir del río que nos lleva, el universo se concentraba en un lugar concreto. Puerta del cielo repujada por sus manos. Siete pellejinas en cada lado para no desmentir al pregonero. Todo estaba allí. A esa hora en la que el hijo guardaba celosamente la memoria del padre. A esa hora en la que unos cuantos privilegiados –¿verdad, Pepe Gómez Palas?– sintieron que todo se detenía en las rotativas del escalofrío porque estaban vistiendo a la Macarena.