Alberto García Reyes - LA ALBERCA

El gran Serranín

No gana el Mingote un fotógrafo, lo ganan un esclavo del talento y todos sus antepasados

Alberto García Reyes

Uno de los chistes de Antonio Mingote que más me marcaron fue uno en el que aparecía él mismo caricaturizado ante un papel en blanco, con el lápiz en guardia y gesto desesperadamente pensativo. El bocadillo decía: «Todos los días del año, haga frío o calor, esté yo triste o alegre, feliz o desdichado, deprimido o exultante, he de hacer para el periódico un dibujo sobre un tema de actualidad. Y hoy no se me ocurre nada sobre la esclavitud». El premio que lleva el nombre de este sabio fue a caer ayer sobre un esclavo del periodismo que lleva toda su vida buscando imágenes en la calle que no están ahí afuera, sino en sus adentros. Juan Manuel Serrano es un loco entrañable que tiene en sus pupilas un detector de emociones y que dispara inmisericordemente a todo aquello que no es capaz de ver la rutina. Su abuelo, maestro sevillano del noble oficio del daguerrotipo, le enseñó el gran misterio de la fotografía: lo más difícil es verla, no hacerla. Al fin y al cabo, el dominio de una máquina es un simple ejercicio de aprendizaje técnico al alcance de cualquiera que se lo proponga. Lo que distingue a los verdaderamente buenos es su capacidad para utilizar el artilugio en beneficio de sus pretensiones artísticas. Lo que convierte a Serrano en un fotógrafo excepcional es su clarividencia para salirse del rebaño de relámpagos, buscar un sitio yermo para los que sólo controlan la técnica y construir una escena de luz que nadie antes había siquiera sospechado.

El premio Mingote lo gana por una foto en la que congeló a Felipe VI recibiendo una estampita de un nazareno del Beso de Judas en el palquillo de La Campana. Toda Sevilla en un disparo: la Semana Santa, el Rey, el ABC y su abuelo, al que debemos el archivo de nuestras tradiciones y a quien Serrano emuló, sin saberlo, calcando una foto que su ancestro le había hecho en idéntica situación a Alfonso XIII. Los románticos pensamos que el arte se aprende por las tuberías de la sangre. Hay una chispa dentro de los artistas que salta sin avisar y que explica sin palabras lo inexplicable. En casos así, el galardón es para ese fogonazo interno que tienen los elegidos. Es para una estirpe. Porque yo sé que cuando Serrano se ponga su esmóquin para que Su Majestad le haga los honores el día de la recogida, él estrechará la mano del monarca en nombre de su abuelo y de su padre, con ambos acristalándose en esas pupilas mágicas capaces de admirar sueños en mitad de la cruda realidad.

Los que adoramos a Juan Manuel lo hemos visto gruñir como un esclavo buscando cada día la foto imposible o manchando de llanto el visor de su cámara en el entierro de sus amigos. Por eso ayer, cuando apareció por la redacción para celebrar este reconocimiento, sus compañeros le dimos una ovación. Y echamos de menos el grito que durante años le ha retratado a él: «Serraniiiiiiiiiiín». Así lo invocaba Fernando Carrasco y así lo seguirá llamando nuestra nostalgia. Porque los grandes de verdad suelen tener el ego en diminutivo. Eso no falla. Serrano es, como Mingote, un esclavo diario de su genialidad. Y un hijo de la Esperanza al que hay que querer a la fuerza.

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