Javier Rubio - CARDO MÁXIMO
La Expo que viví
Donde todos veían diversión, yo sólo veía trabajo. Luego, la cosa fue remansándose y también se convirtió en un disfrute
Hace veintincinco años, yo era un periodista pipiolo con corbatas tan estridentes como las de Carrascal —con quien se alternan mis escritos al cabo de un cuarto de siglo en esta misma columna— que lo sabía todo de la Expo (o pretendía saberlo) y nada de la vida (o fingía desconocerlo). Es verdad que me había ejercitado en el aprendizaje de una cuatro años, desde la exposición en el Casino de la Exposición de 1988, casi a tiempo completo. En cuanto a la otra, ahora comprendo que por mucha teoría que se domine, la práctica dura exactamente lo que la existencia: hasta el último minuto. Podría decirse que era feliz e indocumentado, me había enamorado el otoño anterior y el periódico en el que por aquel entonces escribía —hasta que dejó de pagarme— me obsequiaba con cierta consideración que nunca me ha abandonado, gracias a Dios.
Todo eso que ahora se me viene a la mente, ni se me pasaba por la cabeza entonces. En el preciso instante en que atravesé en el autobús de línea —habían dado tantos avisos de embotellamiento que dejé el auto en casa— la avenida de Carlos III y miré el contador electrónico que marcaba la fecha y los 176 días que faltaban para el final de la Expo se me cayó el alma a los pies. Pensé instintivamente en la que se me venía encima y apreté los dientes. Las jornadas anteriores habían sido extenuantes con la Semana Santa y el Santo Entierro magno como colofón. El Domingo de Pascua —almuerzo en La Dorada del pabellón de la Navegación junto a Gina Lollobrigida— se alzaba como el único día de descanso antes de lanzarme de cabeza a la vorágine de la Expo92 y, al cabo de siete días, a la Feria después de que el lunes 27, a la semana justa de inaugurarse la muestra, Pellón decidiera suprimir la venta de pases de temporada con la consiguiente escandalera. Y todo eso había que contarlo a diario: pensaba que no iba a trabajar más intensamente en mi trayectoria profesional que en aquellas tres semanas. La vida me enseñó —no deja de sorprenderme— lo equivocado que estaba.
Donde todos veían diversión, yo sólo veía trabajo. Inabarcable, inextinguible, sofocante. Luego, la cosa fue remansándose y la Expo se convirtió en un disfrute también para los periodistas que la cubríamos. Metíamos el carro por las piedras —afortunada expresión del amigo Javier Caraballo— cada vez que podíamos y nos dejaba el cuerpo: mojitos en Cuba, piña colada en Puerto Rico, tintos en Castilla y León y cerveza en Cruzcampo... Qué noches tan gloriosas. El día que murió Camarón y en el palenque la gente seguía lacrimosa un vídeo retrospectivo, la comisaria de un pabellón europeo me dio coba durante toda la noche para que viéramos amanecer en la piscina de su chalé del Aljarafe; el caballero que soy no sacará al lector de su morbosa curiosidad. La Expo que yo viví era una fiesta continua. Agotadora, sin vacaciones, asfixiante, pero también divertida.
Al cabo de veinticinco años, se me ha olvidado casi todo lo que aprendí de ella. Pero sigo sin saber nada de la vida, amor mío.