Javier Rubio - CARDO MÁXIMO
Benditos los pies
Y ahí estás tú, en el centro de esa noticia que te han dado con la aspereza de un volante para afianzar el diagnóstico
EL primer impacto es como un uppercut en la boca del estómago que te deja sin aire: un manotazo que no sabes de dónde te viene ni por qué te cae encima, una ola que te revuelca y no te deja levantarte. Como si una inmensa bola de demolición hubiera entrado en tu vida para reducir, antes que cualquier otra cosa, los proyectos a escombros. Y sientes cómo caen los cascotes a tu alrededor, lo mismo que cuando una pared se desmorona y los ladrillos van soltándose a cámara lenta, primero los que estaban más arriba y después bajando la ruina hasta que el muro se ve reducido a su mínima expresión y no levanta más allá de los cimientos.
Y ahí estás tú, en el centro de esa noticia que te han dado con la aspereza de un volante para afianzar el diagnóstico y una carta para el cirujano bajo una luz espectral que acentúa los ángulos y afila las aristas de esa información con la que se te hunde el mundo bajo los pies. No hay escapatoria y el tiempo pasa despacio, demasiado despacio, los minutos arrastrándose penosamente por la cuesta abajo por la que te precipitas sin saberlo. Primero son los minutos cadenciosos, premiosos y lastimeros y más tarde son las horas y por último, los días y las semanas. El tiempo avanza a empujones, de sobresalto en sobresalto, primero la sospecha, luego la confirmación, al fin la certeza. Todo empieza a girar en torno a ese diagnóstico implacable como un remolino que atrapara los pensamientos, los sentimientos, las actitudes, la vida entera puesta al retortero de ese pronóstico del que no hay manera de escapar.
Hasta que empiezas a mirarlo de frente. Y te sobrepones. La angustia deja paso a la determinación. Y hablas de ello con la mayor franqueza, porque ya no tiene sentido esconderte tras el eufemismo, parapetarte en los circunloquios para no mencionar la palabra maldita como si con eso fueras a detenerlo, a sacarlo fuera de ti. Sí, no hay escapatoria alguna para el desafío que te han planteado. Es el día D y es la hora H. Te ha tocado desembarcar con la primera oleada y resuena el mensaje del coronel George Taylor en la playa Omaha de Normandía para arengar a sus hombres, tan paralizados o más que tú lo estás ahora: «Hay dos tipos de personas en esta playa: los que están muertos y los que van a morir; así que vámonos de este infierno».
Y toda la incertidumbre, la zozobra, los malos augurios, la imaginación disparada que se va irremediablemente a los pensamientos más siniestros empieza a aplacarse y deja paso a la rabia. A la furia contra el enemigo invasor que se hace necesario extirpar. Da tiempo a hacerse idea de todo a lo que te enfrentas y a no rehusar la pelea. Y entonces, ante la cita ineludible, los pasillos del hospital te traen desde lejos los pasos del cirujano, salvador de nombre y de ejecutoria, y en sus pisadas escuchas el eco del profeta Isaías como una esperanza invencible: «Benditos, sobre los montes, los pies del que trae buenas noticias, del que proclama la salvación».