Antonio García Barbeito - LA TRIBU

Armas

Al que sube a un caballo habría que exigirle «carné» de caballista, como al que sube a un coche

ANTONIO GARCÍA BARBEITO

A veces, la fiesta nos hace ir más allá de lo permitido, que unas copas de más o una exultación desmesurada, unas repentinas ganas de hacernos el gracioso, la mala hora de gastar una broma pesada o un gratuito alarde de querer ser más que nadie, nos lleva a cometer barbaridades que si quedaran en nosotros, allá cada uno con su nivel de riesgo, pero muchas veces esas barbaridades dejan víctimas que, injustamente, pagan la faena de otro. Mayo es un mes de muchas fiestas, urbanas y campestres, y así en el campo como en cualquier plaza hemos visto muchas veces cómo, para que la gente lo viera, se las daba de rejoneador un desaprensivo que apenas tenía media hora de montura en sus posaderas. Pero había podido comprar o alquilar un caballo y quería lucirse ante —y entre— la multitud. Más de una vez costó un disgusto ese alarde de un aparente dominio del animal que no era sino incapacidad para llevarlo como hay que llevarlo.

Todos los años cuentan casos de caballos que alguien sin alma de caballista ha reventado en alguna feria. Y si supiéramos cuántos animales mueren en el Rocío por malos tratos de su jinete, sería para montar guardia y obligar a que los animales tuvieran un chip que pudiera registrar cuántas horas lleva andando, trotando, galopando o sin beber, comer ni descansar. Y por exigir, al que sube a un caballo habría que exigirle «carné» de caballista, como el que sube a un coche, que caballos hay por ahí que, en manos de algunos, son armas mortales que pueden matar a patadas a cualquiera, si al jinete le sale el gracioso exhibicionista. Y lo que decimos de los caballos en manos de gente sin pericia, decimos de los cohetes en manos de cualquiera. Un cohete puede matar, y aquí lo tira cualquiera, sea vísperas de la Navidad, boda de su prima, reunión de amigos, romería, celebración de no sé qué equipo, de no sé qué nombramiento o lo que se antoje. Cualquiera puede comprar cohetes como si fueran piruletas, y cualquiera, en cualquier sitio, se pone a tirarlos creyéndose el pirotécnico mayor de las Fallas.

Todavía recuerdo con espanto aquel día de la salida de las carretas en la tribu, mediados los sesenta, cuando el cohetero, Santiago, al no saber dónde dejar el mazo de cohetes, lo sujetó entre sus piernas mientras los iba tirando; unas chispas prendieron en el mazo y le estalló entre sus piernas. Gritando y con los pantalones y los muslos quemados, ensangrentado, Santiago fue apareciendo en la niebla olorosa de la pólvora como víctima de un bombardeo. Tuvo suerte. Así que no nos fiemos de todos los que, en las fiestas, llevan a su cargo caballos o cohetes.

antoniogbarbeito@gmail.com

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