#Zapatillas

Con la Navidad, ése es el tópico, todos volvemos a ser un poco niños. En mi caso, sin embargo, el recuerdo se empeña en señalar tercamente lo contrario. Éramos mayores ya, aunque todavía vivíamos en casa, y mamá atravesaba una de sus recurrentes malas rachas, ... un descenso más en la montaña rusa emocional ciclotímica con la que lucha desde que tengo uso de razón. Recuerdo volver de la calle en Nochebuena, entrada la madrugada, con alguna cerveza de más encima. Al salir del aseo, camino de mi habitación, mirando desde la primera planta hacia la planta baja, en el salón, vi a mamá inclinada sobre nuestras zapatillas, depositando en cada par un pequeño regalo. Como cuando éramos pequeños, como si aún siguiéramos siendo pequeños, como si con aquel gesto pudiera congelar el tiempo o hacerlo retroceder.
Sé que, por muchos nuevos recuerdos que acumule junto a mis hijos, la Navidad siempre será para mí esa estampa: el cuerpo de mamá reclinado sobre nuestras zapatillas. Aún hoy, puntualmente, cada Día de Navidad, nos espera a cada uno con un regalo. Al recibirlo —siempre guantes, bufandas, calcetines: prendas que procuran abrigo—, indefectiblemente, recuerdo la imagen de mi madre inclinada sobre las zapatillas, como si en lugar de depositar un regalo encendiera unas velas de vigilia.
Hemos crecido, hemos ganado peso y perdido pelo, pero todavía, cuando nos reunimos, mamá suspira y evoca los tiempos antiguos, sobre todo cuando la depresión la asedia, entonces conjetura con supuestos descabellados, imposibles: y si volvierais a casa, y si todo fuera como antes.
Pero nada es como antes, y eso es para mí la Navidad: la aspiración de poder conjurar el tiempo, encomendar la ilusión de eternidad al gesto de mamá dando lumbre a nuestras zapatillas.
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