Volver a Cádiz
Cuando llegan los conflictos reales se ve la talla de un gobernante
Volver a Cádiz es dejar la ciudad milenaria en la negra espalda del tiempo , olvidar el pasado para salvarse del naufragio que siempre acecha en el océano sin fondo de la tristeza. Al fondo, el perfil de la Atlántida dibuja el sky line del mar . Pureza del horizonte. Luz que cae del cielo y que asciende desde la fugacidad barroca de la espuma. En el centro de este universo curvo donde solo es posible la belleza, el aire que ensancha los pulmones y alivia la pleura con el oxígeno limpio de la libertad.
Volver a Cádiz es beberse un vaso de agua clara en el manantial de la prosa de Pemán. Así definió a la lengua catalana en pleno franquismo, con ese endecasílabo que se ha quedado grabado en la tercera España y en la Tercera de ABC donde lo dejó pulido y esmaltado: El catalán, un vaso de agua clara . Eso es el liberalismo pasado por el fregadero que deja el cristal reluciente. Esa es la tolerancia que predican los que luego la ignoran y la manchan con el lamparón del sectarismo. Sí, hemos dicho Pemán, el que se abrazó a Alberti en la plaza de San Antonio cuando España era el agua clara de la reconciliación.
Cádiz es la ventana abierta al mundo, la amplitud que busca las tablas del refugio agostí, como diría Umbral si no hubiera traspasado el mármol de su apellido literario. Aquí no hay taxis ni cláxones, ni colas en aeropuertos donde se masca el chicloso miedo a la huelga. Aquí solo existen el sol y la mar . Naturaleza fundida en un paisaje orteguiano, humanísimo. Esquirlas de luz arrancadas a las olas: perspectivismo puro. Todo se ve desde lejos, empezando por ese Gobierno de las pamplinas, que diría un independentista de Euscádiz. Mucho lenguaje inclusivo, mucha memoria histórica, y muy poca chicha a la hora de resolver los problemas de verdad. Como si la inmigración desapareciera al quitar las cuchillas de doble filo -acero y demagogia- que brillan lorquianamente en las concertinas.
Los problemas no se resuelven con pronombres ni pegatinas, con el género gramatical ni con la proclama buenista del que coge el avión presidencial para irse a Benicassim. Los problemas de verdad no son las pamplinas que se inventa el mester de progresía para hacer la revolución desde el sofá. Cuando llegan los conflictos reales es cuando se ve la talla de un gobernante. A la vista está la de ese Pedro Sánchez que ha llegado a La Moncloa sin ganar absolutamente nada.
Por eso hay que venir a la cuna donde se mece la libertad al compás de las olas. Esa libertad es la que escribe verdades de puño y letra que no quieren imponerse a nadie , como tampoco se resignan a quedarse bajo el celemín del silencio que propugna la corrección política. No puede haber papeles para todos, no podemos dejar solos y abandonados a los guardias civiles, es imposible acoger a millones de desesperados que intentan lo mismo que haríamos nosotros si estuviéramos en su misma situación. Hay que airear los problemas para solucionarlos, como hace Cádiz con esta luz postrera de julio en el naranja encendido del crepúsculo. Porque solo la luz nos hará libres.
Volver a Cádiz es revivir el asombro de la belleza que ciñe los herrajes y colorea las fachadas dieciochesca de sus mejores calles. Abrazada a los amores brujos de Falla y a los cantes metálicos del Mellizo. Risueña como la gracia carnavalera y surrealista en el postismo de Carlos Edmundo de Ofy , el poeta que no aparece sobre el pedestal de su monumento porque se bajó de la solemnidad del bronce para pisar la verdad de la calle. Libre como el mar que ciñe su cintura de tierra. Se llama Libertad, aunque en los mapas del tiempo aparezca con el muy fenicio nombre de Cádiz.