Voluntarios
Benditos voluntarios de la calle, de la caridad de los pueblos, de los hospitales, de los centros de ancianos...
No hay moneda para pagarlos. No hay nada material que pueda ser justo pago para estas personas. Son más felices que si ganaran un dineral por lo que hacen. Parecen hijos del aforismo de Tagore: «La vida se nos da, y la merecemos dándola.» Voluntarios. Cuando los demás nos matamos por conseguir pingües beneficios; cuando vamos dando codazos para abrirnos paso en el camino de enriquecernos o de llegar al poder —al que sea, no sólo al poder político, que en la empresa y en las mismísimas cofradías hay manos como cuchillos—, ellos, los voluntarios, se matan por darse. No saben hacer otra cosa. Allí donde hay una necesidad, ya están ellos, y si acaso no se hubiesen enterado de esa necesidad con tiempo suficiente, acuden como la sangre a la herida.
En la noche de la ciudad, sobre todo en invierno, cuando los demás pasamos de largo ante la pena, la agonía, el abandono, el frío, el hambre o la soledad de tantas personas, hay voluntarios que recorren calles —qué ejemplo de santísima procesión—, portales, jardines, plazas lúgubres, para ofrecer una manta, un poco de caldo caliente, unas palabras, un bocado, la medicina del afecto, de la entrega, del darse con el corazón en la mano. En los días de los pueblos, como en la ciudad, hay gente que es feliz ofreciéndose y haciendo, dándose, porque sabe que su buena voluntad será socorro esperado en muchas personas que viven marginadas por vaya usted a saber qué problema, qué error o qué abandono. Los voluntarios. En los hospitales hay voluntarios cuya falta notarían los enfermos tanto como la falta de medicina. Una mano, una palabra, un caramelo, un poco de agua, un bocadillo, el calor de una mirada, el calor de la cercanía… Voluntarios. ¿Con qué se paga la labor de unas gentes así? Con la gratitud, sí, pero debemos tener claro que están ahí por amor al prójimo, crean en Dios o no crean, cumplan con los preceptos religiosos o no: creen en el hombre, en lo necesario que es siempre el otro, en el vacío que se produce cuando al otro lado no hay más mano que la mano pagada, cuando todo lo que necesitamos tiene que pasar por caja. Benditos voluntarios de la calle, de la caridad de los pueblos, de los hospitales, de los centros de ancianos, de todo. Benditos voluntarios de la caridad, de la entrega, de saber, como Tagore, que «la vida se nos da, y la merecemos dándola.» Benditos voluntarios. La mano que se da, la palabra que se hace cariño, la mano que calienta otra mano, la mirada que consuela, calma, alivia… La vida, la verdadera vida, la vida de la hermandad de los hombres la salvan los voluntarios. Sean benditos, estos salvadores.
antoniogbarbeito@gmail.com