Vacuna contra nosotros mismos
Llevamos dentro la bacteria del rencor y de la ira ibérica
La Real expedición Filantrópica de la vacuna contra la viruela, peleada, ideada y promovida por el médico militar y personal de Carlos IV, Francisco Javier Balmis, español por los cuatro costados y con una mentalidad sanitaria tan actual que nuca se vio otra campaña igual hasta que nació la OMS, tuvo un carácter internacional. No solo se vacunó en España, sino en otras partes del mundo, empezando la citada ofensiva contra la enfermedad en 1803 y finalizando en 1814. Es posible que muchos de ustedes lo sepan. Y también es probable que otros tantos lo desconozcan. Para el caso lo traído a colación es lo mismo y da igual su general conocimiento o desconocimiento. Porque yo creo que aquella vacuna debió de llevar otra más añadida y de uso exclusivo en territorio nacional. La vacuna contra nosotros mismos. Los españoles somos portadores de una bacteria maligna, brutal y ponzoñosa capaz de acabar con nuestra mejor salud política y social. Una bacteria que se alimenta del rencor y de la venganza. Y como la malaria rebrota en nuestro territorio cada cierto periodo de tiempo. Lo que estamos viviendo no es otra cosa que un mal rebrote de nosotros mismos, de una epidemia que aspira a dejarle el rostro a nuestra nación como aquella viruela que, con tanta decisión y maestría, trató de eliminar nuestro médico Francisco Javier Balmis.
El rencor y la ira ibérica se manifiesta en episodios nacionalistas y en deslealtades nacionales. Siempre la nación sufriendo los colmillos de los separatistas y de los que no siéndolo, se ponen de su parte para salvar intereses partidistas. Y ahí hay que mirar para todos los sitios. Porque en todos los sitios se ha mercadeado, como en un zoco persa, con esos chicos que se creen y piensan mejores que nadie en España, descendientes de un dios mitológico que los hizo diferentes y convocados para vivir por encima y a costa del resto de los españoles. Entre unos y otros, la Mater Dolorosa, sigue aguantando en pie, sabiendo que una de las dos Españas y cualquiera de las dos «nacioncitas» de marquetería política ha de helarle el corazón. El espectáculo, pese a lo bochornoso que resulta en una de las naciones más antiguas del continente europeo, no es llevadero para un pueblo que se amorfina con el primer inyectable de uso estúpido que se le presente. Y causa verdadera tristeza y retraimiento en el ánimo salir fuera del país y ver que, hasta en África, hay algo que resulta intocable: el concepto de unidad nacional.
La vacuna contra nosotros mismos debería bloquear esa bacteria que se desarrolla como epidemia entre los hispanos como el Ébola en el Congo. Rebrota ya sea por revisiones históricas en una sola dirección como por facturas presupuestarias de obligado cumplimiento en la ventanilla de los favores pactados. El resultado ya lo ven: cruces amarillas, foseros ideológicos en el valle de Ábalos y ex terroristas campando por la opinión como demócratas de toda la vida. Dicen que quieren dignificar la democracia. ¿Dignificarla quién? ¿Quiénes? ¿Los que hace unos días estaban por fronteras solidarias y hoy hablan bajito de que el ejemplo italiano es el eficaz? ¿Los que apoyaron la tímida infusión del 155 y ahora tienen en el gabinete de ministros a una señora que está más cerca de los que maldicen al juez Llarena que de los que creemos que Cataluña sigue siendo España y, consecuentemente, parte de la unidad nacional? La dignidad de nuestra democracia se alcanza dejando de ser indignos y enemigos de nosotros mismos. Esa vacuna nació esperanzadoramente durante la transición. Pero el bicho ha mutado y hoy los españoles seguimos necesitando un antídoto contra los otros que nos quieren destruir. Antes de que el rostro de la nación quede deformada por una viruela abrasiva que ni el gran Francisco Javier Balmis hubiera podido eliminar…