El vacío
El fin de la cosecha dejaba medio vacío el campo y el fin del verano dejaba medio vacía la cara visible del pueblo
Como si fueran hermanos de padre y madre, el campo y el pueblo se movían con los mismos andares, o parecidos, en algunas cosas. El campo se encendía con la primavera, luminoso de hojas nuevas, de flores, de canto de pájaros, de luz recién tejida, ... y el pueblo se encendía con preparativos de fiesta íntima, que si altares, que si patios, que si procesiones, que si la imagen del campo en las varetas de olivo y en las hojas de palmera, y en la ropa de estreno. Y cuando el campo había madurado las espigas del trigal y le había dado forma a la uva agraz de los racimos, el pueblo limpiaba la plata de la custodia para el Corpus, y colgaba colchas en los balcones, y repartía romero y juncia por las calles para que caminara el Dios descalzo del día tan señalado. Campo y pueblo, hermanados. Como siempre fue.
Recuerdas ahora el campo del verano y el pueblo estival, y caes en la cuenta de que todo seguía hermanado. Si durante el otoño y el invierno campo y pueblo estuvieron más quietos que en otras épocas; si durante ese periodo no había ni en el pueblo ni en las tierras plantadas o de cultivo un canto de vida como en otros meses -la recogida de la aceituna y la vendimia tienen mucho de tarea silenciosa, como de religiosos que recogieran cuentas para los rosarios de todo el mundo-, durante el verano, los dos, campo y pueblo, se alargaban, encendidos de luz y de faena, y convertían las horas, si calientes, en una inolvidable faena de vida. En el pueblo avisaban, como un pregón con el que se signara el aire, las Cruces de Mayo, avisando de la proximidad del verano en un canto todavía verde en los costados, aunque madurando por dentro; y en el campo, las primeras frutas eran una chiquillería vegetal vistiendo ramas, adornando matas, hermoseando las tierras. El verano se levantaba a lo alto del aire como el grano aventado en la era, como el pasto que, en vueltas salomónicas, se elevaba en las tolvaneras. En el pueblo, los veladores en las aceras, las muchachas con los vestidos sin mangas, las veladas de patio y tertulia, el frío amargor de la primera cerveza… Y de pronto, un día, como un largometraje, en el campo y en el pueblo, empezaba a terminarse la vida más viva. El fin de la cosecha dejaba medio vacío el campo y el fin del verano dejaba medio vacía la cara visible del pueblo. Inopinadamente, una tarde, una noche, el viento tenía otra temperatura y la luz otra talla de camisa. Y ni había faena en la era ni muchachos en el río, ni veladores en las aceras ni, en el paseo, tantas muchachas. Campo y pueblo, de la mano de las mismas sombras, caminaban, casi vacíos, llevándose el verano en los brazos…
antoniogbarbeito@gmail.com
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